El pasado lunes 20 de enero, Donald John Trump tomó protesta como el presidente número 47 de los Estados Unidos de América; militante del Partido Republicano, asumió su segundo periodo gubernamental con más de 340 millones de habitantes. Con Estados Unidos compartimos 3 mil 140 kilómetros de frontera, que van desde la ciudad de Tijuana, Baja California, hasta Matamoros, Tamaulipas, por el lado de México, y de San Diego a Texas en la latitud estadounidense.
La realidad demuestra que existe una fuerte dependencia económica con Estados Unidos, y de ejecutarse las acciones represivas declaradas, aumentaría la pobreza, la inseguridad y el desempleo.
Compartir la frontera con la nación que coloquialmente es conocida como la cabeza del imperio capitalista tiene implicaciones nada benéficas para el pueblo de México, las cuales deben analizarse con absoluta responsabilidad.
Desde antes de jurar al cargo, el recién ungido abundó en las amenazas, pero no sólo contra México; no obstante, más de un comentarista concluyó que estábamos ante dislates verbales que no irían más allá, pues resultaba inviable convertir a Canadá en el estado cincuenta y uno de ese país o anexarse Groenlandia.
Sobre México, dijo que aplicaría aranceles del 25 % a las exportaciones, además declararía a los “cárteles de la droga” como organizaciones terroristas para justificar la intervención militar en suelo mexicano y que ejecutaría deportaciones masivas de migrantes indocumentados.
La respuesta a si estábamos ante un acto de histrionismo de Trump vino de inmediato: primeramente, no invitaron a la presidenta Claudia Sheinbaum a la toma de protesta del nuevo presidente estadounidense, con lo que este mostró el desdén al gobierno morenista. Posteriormente, en el discurso inaugural de su nuevo periodo gubernamental, retomó la embestida contra nuestro país: declaró su frontera sur como “zona de emergencia nacional”, hasta propuso cambiar el nombre del Golfo de México al de Golfo de América y, de inmediato, firmó un decreto en el que, a partir del 1 de febrero, se impondrían aranceles del 25 % a las mercancías provenientes de nuestro país y de Canadá.
Ante las medidas adoptadas por Trump, el gobierno morenista respondió, en voz de la presidenta Sheinbaum, con una prolija lista de consignas con las que convocó al patriotismo mexicano: “Vamos a colaborar, pero no habrá subordinación”; “No pasará nada”; “Más si osare un extraño enemigo…”, e incluso se mofó y declaró que llamarán a Estados Unidos como “América mexicana” y, como parte de la estrategia para desviar la atención, los morenistas culpan a los grupos de derecha y a la oposición en general de congratularse de las amenazas intervencionistas, con lo que “traicionan a la patria”.
Lejos de tranquilizar a los mexicanos, la postura morenista inquieta sobremanera, pues, una de dos: o estamos ante la aceptación complaciente de las medidas represivas de Trump, o tales declaraciones pretenden crear confianza en la población para evitar reacciones de contención.
Cualquiera que sea la respuesta, quien saldrá perdiendo es el pueblo. El tono beligerante, la gravedad de las acciones de Trump y la ligereza de las respuestas del gobierno de México deben llevarnos a la reflexión.
Basta ver algunos datos para darnos cuenta de que no estamos ante ninguna exageración. Veamos.
Primero. Según la Organización de las Naciones Unidas, Estados Unidos es de los países que recibe el mayor número de inmigrantes: más de 50 millones 632 mil (15 %) de los cerca de 335 millones de seres humanos que componen su población. De ellos, más de 11 millones (21 %) proceden de México, 4 millones de Sudamérica (7.7 %), 2.7 millones (5.3 %) de la India, 2.1 millones (4.8 %) de Filipinas y 1.4 millones de El Salvador (2.8 %).
Esos datos nos llevan a pensar sobre lo que implicaría el retorno de connacionales en masa a nuestra patria. ¿Habría suficientes empleos para recibir a más de 11 millones de mexicanos? ¿Los servicios de salud alcanzarían para atenderlos en caso de enfermarse? ¿Tendrían capacidad las escuelas públicas para millones de nuevos alumnos?
Nadie en su sano juicio podría estar en desacuerdo con el reencuentro de las familias, pero más del 10 % de la población del país se fue por no tener oportunidades en nuestra tierra. Sin embargo, hay algo más: cerca de 5 millones de familias mexicanas viven de las remesas que envían los migrantes.
Según el reporte del Banco de México, en el año 2024 se recibieron 65 mil 15 millones de dólares provenientes de los connacionales; es decir, más de 1 mil 267 millones de pesos. Sea cual sea el número de mexicanos que regresen, no sólo carecemos de infraestructura para recibirlos, sino que la reducción de las remesas afectaría seriamente nuestra economía.
Por eso, tomar a sorna el tema de la deportación enalteciendo el espíritu patriota es un acto de irresponsabilidad de nuestros gobernantes, quienes deberían estar planeando cómo mitigar las consecuencias de tal acción.
Segundo. Según reportes de la propia Secretaría de Economía y del Banco de México, en el 2024, alrededor del 83 % de las mercancías que exportamos (equivalente a unos 469 mil millones de dólares) tuvieron como destino el vecino país del norte, incluyendo las autopartes y accesorios automotrices, el 8 % (35 mil millones de dólares), y el 7 %, los vehículos para transporte de mercancías (31.8 mil millones de dólares).
En importaciones, las cosas no andan mejor: el 40 % de los artículos que adquirimos, algo así como 231 mil millones de dólares, provienen de Estados Unidos; el petróleo alcanza el 12 % (28 mil millones) y el 10 % los componentes de vehículos y motores (23 mil millones).
Un incremento de los aranceles provocaría aumento del precio de las mercancías, reduciría su consumo y llevaría al cierre de empresas en México, lo que generaría mayor desempleo. Si a eso sumamos la recepción de migrantes, estaríamos enfrentando una auténtica calamidad para nuestra economía.
Tercero. Considerar como grupos terroristas a los narcotraficantes mexicanos implicaría la acción militar estadounidense en nuestro territorio. Según un estudio de la organización Global Firepower, que monitorea la capacidad de defensa de 145 países, Estados Unidos cuenta con el mayor poder militar, con más de 1 millón 400 mil miembros en activo, 13 mil 300 aviones, 983 helicópteros de combate, 92 barcos destructores y 11 portaviones. También revela que destina 750 mil millones de dólares al año en armamento y ejército.
Por su parte, México figura en el lugar treinta y uno de la medición, y a ello hay que sumar que al ejército se le ha enviado a tareas distintas a su naturaleza, como la construcción de megaobras civiles o la repartición de libros de texto. Cualquier ataque, pues, nos encontraría indefensos y vulnerables.
Los datos anteriores no dejan lugar a dudas: la situación es seria, no estamos ante bravuconadas del presidente Trump, sino ante acciones planeadas que, de materializarse, complicarían seriamente la vida diaria de los mexicanos.
La realidad demuestra que existe una fuerte dependencia económica con Estados Unidos: le compramos mucho y le vendemos mercancías; son muy necesarios los millones de pesos que llegan a las familias que sobreviven con lo que les envían los migrantes, por lo que sufren la amenaza de ser deportados.
De ejecutarse las acciones represivas declaradas, aumentaría la pobreza, la inseguridad y el desempleo, y programas como “México te abraza” (que no queda claro en qué consiste) serán insuficientes para resistir la embestida gringa.
No estamos ante actos de histrionismo ni medidas viscerales por parte de Trump. Esto pasa porque el modo de producción capitalista –y su fase superior, el imperialismo– está en crisis y busca por distintas vías prolongar su existencia.
Ante ello, el pueblo debe entender que sólo la unidad nacional y la inclusión de nuestra patria en una visión multipolar, que dé lugar a la colaboración de los países, pero respetando su autonomía, es lo que puede salvar a México. Es necesario que lo entendamos así y hoy más que nunca fortalezcamos la organización de los pobres de México.
0 Comentarios:
Dejar un Comentario