En 1942, en medio de la lucha contra el nazismo, Walter Benjamin escribía: “La tradición de los oprimidos nos enseña que el «estado de excepción» en que ahora vivimos es en verdad la regla.” Estamos en la Segunda Guerra Mundial, el mundo se convulsiona y estremece, cada una de las fibras que componen el tejido social amenaza con romperse.
La humanidad, sobre todo en Occidente, siente como un deber, una cuestión de principio vital, coger el fusil, olvidar a mujer e hijos, la vida misma, por defender a la patria. El nazismo justifica el llamado que desde el púlpito hacen los líderes de diversos países: “ciudadanos, hoy la patria está en peligro, aprestémonos a defenderla”.
En estas circunstancias todo se olvida; los obreros suspenden sus huelgas para sumarse a la defensa de la nación, los estudiantes tiran el libro, la inútil teoría: “hoy es necesario empuñar la espada y olvidar la pluma”; en los hogares, las madres y las hijas, no lloran a los padres y hermanos, todo lo contrario aceptan que “salgan a combatir; si son hombres, saben que es necesario hoy olvidarse hoy de sí mismos por salvar a la patria”.
En el fondo, nadie cuestionaba la necesidad de abandonar todo por ir a la guerra; sin embargo, en medio de una persecución implacable y bestial por parte de los nazis, que terminaría en suicidio, Benjamin comprendió que no había nada nuevo bajo el sol. Que entonces el fascismo y el nazismo eran las banderas del nuevo estado de excepción, pero que, en cuanto dejasen de ser útiles, se cambiarían por nuevos enemigos; de lo que se trataba, para conservar los privilegios de la clase en el poder, era de tener a la mano siempre un motivo que la prensa y los medios pudieran magnificar, a tal grado que no quedara duda alguna de que la única salida posible era olvidarlo todo y someterse, sin miramientos ni cuestionamientos, a la autoridad. El orden como fundamento de la existencia social.
Con toda razón, su amigo y camarada, Bertolt Brecht, diría unos años después, tras el derrumbe del nazismo: «Señores, no estén tan contentos con la derrota de Hitler. Porque aunque el mundo se haya puesto de pie y haya detenido al Bastardo, la Puta que lo parió está caliente de nuevo. En otras palabras, el nazismo era sólo un hijo bastardo al que el capitalismo se niega, todavía hoy, a reconocer como suyo.
Desde entonces, y hasta nuestros días, el estado de excepción no ha dejado de existir como forma de sobrevivencia del capital. Cada crisis económica viene aparejada de un nuevo suceso histórico. Las nuevas generaciones comienzan, incluso, a perder la capacidad de asombro; el siglo XXI se observa como una cadena interminable de acontecimientos que no dejan de impactar al mundo: “Una parte del planeta ha vivido estos treinta últimos años –escriben Rimbert y Rzepski– como una sucesión de sobresaltos: «terapia de choque» y paro masivo en los países del antiguo bloque soviético, desplome financiero en Rusia y el sureste asiático en 1998, estallido de las burbujas de las puntocom en el 2000, atentados del 11 de septiembre de 2001 […] Gran Recesión de 2008 y 2009, Primavera Árabe, crisis de la deuda europea entre 2012 y 2015, pandemia de covid-19, catástrofes climáticas […] intervenciones militares occidentales en Somalia, Irak, Afganistán, Libia,.” A todo esto se le pueden sumar otros cientos de acontecimientos cuya trascendencia no llega a ser aparentemente global pero es aniquiladora en países como Palestina, Yemen.
Estos acontecimientos, sin embargo, no son otra cosa que los escombros que comienzan a caer de un edificio en ruinas; el desplome empieza a dar avisos y, si a cada paso que damos nos encontramos con una amenaza de destrucción, lo más sensato sería comenzar a preguntarnos si, detrás de todo esto, no asoma ya la cabeza el ángel de la historia.
Nos enfrentamos ahora a un nuevo estado de excepción. La crisis que ahorca al capitalismo reclama nuevas medidas de control, pero así como las drogas necesitan para hacer efecto dosis cada vez más altas, los nuevos decretos tienden a ser más radicales, más destructivos y dañinos, sobre todo para la clase trabajadora. Si en sus inicios el neoliberalismo vio propicio suprimir esencialmente el poder económico del Estado, ahora, en Occidente, al capital no le queda más opción que destruirlo todo para salvarlo todo.
Ante el desplome inminente de un sistema, no tardaron en limpiar la pizarra mágica en la que antes escribieran nazismo para poner en su lugar Moscú. La tragedia social, energética y hasta alimenticia que vive hoy Estados Unidos, es culpa del impuesto de Putin, según el presidente Biden; en Francia, Macron pretende justificar las medidas restrictivas tomadas por la OTAN como una economía de guerra, mientras que Olaf Scholz, el reflejo preclaro del fracaso de la izquierda liberal, pretende resistir la crisis en Alemania acusando al terror rojo de todos los males que ellos mismos han provocado.
Tal y como el 11 de septiembre de 2001, inmediatamente después del derrumbe de las torres gemelas en Estados Unidos (EE. UU.), según escribe Serge Salimi, unos funcionarios británicos recibieran este mensaje de la consejera de un ministro: «Es un día estupendo para aprobar disimuladamente todas las medidas que debemos tomar», hoy en el mundo, se está preparando el terreno para iniciar el período de excepción que permita tomar medidas radicales en contra del trabajo y a favor del capital. Poco a poco comenzarán a desaparecer derechos, libertades y prerrogativas que han costado siglos conquistar; el llamado a la guerra o a la austeridad no tardan en hacerse públicos.
El monstruo que ahora habita en Moscú y que tiene a su aliado en China es el motivo de la crisis, la justificación de la misma. Prepárese Europa para morir de frío porque la inhumana Rusia se niega a vender gas.
Sin embargo, y porque la historia no avanza en balde, las clases trabajadoras no se tragan ya el cuento de salvación con el que se justifica la opresión y la excepción. La farsa ucraniana no tuvo impacto, a pesar de la embestida sin precedentes que encabezaron casi todos los medios de comunicación occidentales. Los trabajadores, sobre todo en Europa, comienzan a reconocer la diferencia entre salvar al pueblo y a la patria, y salvar al capital. Todas las sanciones impuestas a Rusia se observan injustificadas, sobre todo a raíz de las consecuencias calamitosas que tienen para las clases trabajadoras de Occidente. Biden, en EE. UU., ha perdido toda aceptación entre las masas mientras que, caso contrario, Putin es hoy el presidente con mayor aprobación en el mundo entero. Aunque no podemos hablar todavía de un despertar político, encausado hacia una transformación estructural de la sociedad a nivel mundial, las consecuencias fatales de este estado de excepción permanente impuesto para la sobrevivencia de un capitalismo descompuesto, parecen ya no ser tan sencillas de ocultar.
El despertar, tardo y doloroso, está llegando. La politización empieza a movilizar a masas hasta hace algunos años inertes. ¿Será suficiente esto para evitar el nuevo y definitivo estado de excepción? Esperemos que sí, por el bien de la humanidad.
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