MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

Flaubert, el antiburgués en “Salambó”

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Gracias, Flaubert: contribuiste poderosamente a mi formación, deficiente e inacabada. Empecé a leer tu gigantesca Salambó confundido. Me inundó el tumulto que acampaba en Megara a las afueras de la poderosa Cartago; me abrumó la descripción portentosa de sus físicos, sus orígenes, sus lenguas, sus costumbres, su número casi infinito.

Me cautivaron los combatientes y sus armas. Eran los mercenarios que reclamaban de las élites la paga pendiente por exponer su vida enriqueciendo a la república africana. Parecía sólo una interesante y muy documentada remembranza de un trascendente acontecimiento histórico y el rescate minucioso de aquel mundo perdido hacía casi 2 mil años pero, conforme avancé, empecé a dudar de mi impresión apresurada. ¿No sería todo eso una parábola descomunal de tu Francia, Flaubert?, ¿de la Francia de la revolución de 1848? Más aún: ¿del mundo del capital, del de entonces y del de ahora, pues?

Sí, sí era, sí es. Lo lograste publicando tu obra en 1862. Lanzaste un grito de advertencia a los hombres de tu presente y del futuro: esa es la tarea que tienen a cuestas los genios sensibles y humanistas. No soportabas la hipocresía, la farsa, el abuso y ofreciste tu denuncia para todo aquél que la quisiera escuchar. No se te pasó advertir que las clases dominantes son crueles y mañosas. 

“Axioma —dijiste en carta del 17 de mayo de 1867 a tu gran amiga George Sand— el odio al burgués es el comienzo de la virtud… La estupidez y la injusticia me hacen rugir”. No por nada describiste al esclavista Hannón como un gordazo inútil y cobarde que ofreció dinero por su vida y acabó suplicando y llorando, mientras los bárbaros, como quisiste llamar a los ejércitos mercenarios, eran osados y valientes; construían con su vida la victoria y, por tanto, la riqueza. Como la clase obrera de tu tiempo y del nuestro.

Entre los días 22 y 24 de febrero de 1848, estalló una insurrección de obreros y otros sectores aliados suyos, hartos de la tiranía de Luis Felipe de Orleans, último rey de Francia y penúltimo de sus monarcas, y proclamaron en París la Segunda República. Era la primera vez en la historia que aparecía luchando en la calle la clase obrera, la nueva clase oprimida que había producido la burguesía con la gran Revolución francesa de 1789.

Era sólo el inicio, pues en Bélgica también hubo rebelión el 13 de marzo, en Viena; los obreros triunfaron el 18 en Berlín. Entre el 22 del mismo mes y, poco después, el pueblo de Milán expulsó al ejército austriaco. El mundo de entonces se estremeció. Gustave Flaubert presenció y participó en algunos de los hechos.

Tenía 27 años: ahí pudo ver claramente la potencia imparable de la clase oprimida de la que dependían absolutamente todas las riquezas, todas las comodidades y todas las poses calculadas de los burgueses altaneros. Por eso, en su novela histórica de la rebelión de los mercenarios contra el poder de Cartago, describe bellos a los guerreros a sueldo: “Se reconocía a los griegos por su talle esbelto, al egipcio por sus hombros altos y al cántabro por sus gruesas pantorrillas”, particularmente, a Matho, un libio “de estatura colosal y de cabellos negros, cortos y rizados”.

Así como la clase obrera no tiene patria, Flaubert también recuerda cada vez que puede los múltiples orígenes de los que arriesgaban la vida por los poderosos ricos de Cartago. 

La opulencia de escándalo ahí estaba y ahí sigue. Flaubert la retrató sin miramientos describiendo minuciosamente salas, dormitorios, adornos, joyas, muebles, vestidos, animales de ornato. “¡Ah, cuántas riquezas! —dijo Spendius, uno de los jefes de los guerreros— ¡Los hombres que las poseen no tienen ni siquiera hierro para defenderlas!”.

Así como la clase obrera no tiene patria, Flaubert también recuerda cada vez que puede los múltiples orígenes de los que arriesgaban la vida por poderosos ricos.

Y la fofa humanidad de sus dueños se hizo presente en el campamento de los mercenarios para llevarles promesas, como siempre: “… sobre un ancho almohadón apareció una cabeza humana, impasible y abotagada… y Hannón, sostenido por dos esclavos, puso los pies en tierra, tambaleándose… sus carnes flácidas asomaban entre los lienzos cruzados: Su vientre desbordaba en el sayo corto de color escarlata que le cubría los muslos; los pliegues de su cuello le caían hasta su pecho, como papadas de buey”. 

Crueles, inescrupulosos, sanguinarios eran los ricos de Cartago. Amílcar Barca, el jefe de los ejércitos, era para Flaubert un digno representante de ellos. La soberbia, la tiranía de clase salta en la obra cuando Amílcar, apremiado por los sacerdotes de Moloch, debe entregar a Aníbal, su hijo, para que sea sacrificado en bien de la república asediada que se hunde.

Evadiendo su compromiso de cartaginés y jefe supremo, en su lugar, se lleva a rastras a un niño pequeño. Entonces, una sombra que se arrastra, un miserable esclavo de su casa, le dice sorpresivamente: “es mi hijo”, Amílcar, prepotente, impávido, desde la altura de su clase, le responde “con una mirada más fría y cortante que el hacha de un verdugo… y saltó por encima”.

Sólo a quien supiera, a quien sintiera muy hondo el desprecio, el odio de las clases privilegiadas por los infelices que viven y mueren trabajando para ellos, se le podía haber venido a las mientes una escena tan terrible. Una denuncia. Un desafío a las buenas conciencias de esa época y de la de nosotros. 

No por otras razones la Santa Sede condenó en 1864 a Salambó, incluyéndola en la Sagrada Congregación del Índice, en el Index Librorum Prohibitorum. 

Salambó es la hija que Amílcar Barca, el histórico, nunca tuvo. En la creación de Gustave Flaubert, puede representar el ansia de libertad que obsesiona a Matho, el esclavo libio que la mira hermosa, imponente, silenciosa, como si no existiera. Y la desea. Un sueño de los desdichados que la veían, un sueño de los que se anhela que se hagan realidad.

La idea de un futuro dichoso de los que venden su vida por dinero. Pero, también en el delirante encuentro fugaz del esclavo con ella, Gustave Flaubert defiende, osado y firme, la convicción profunda de que el amor y el sexo son hermosos, son arte, y de que la mujer es tan capaz y libre de ir a su encuentro como va Salambó, que entra arriesgándose al campamento de Matho.

Más aún, la mujer y su ansiada libertad es, en Flaubert, otra forma muy suya de atacar a la clase que aborrece: el carruaje de Emma Bovary y su amante que cruza por las calles de Rouen con las cortinillas corridas y la determinación de Salambó de poseer a Matho, el esclavo enemigo de su padre, en su propia tienda.

No erraba Flaubert; la pluma no lo arrastraba. Estaba plenamente consciente de lo que escribía y de las consecuencias que afrontaba. “Sí, me abroncarán —escribió en una carta el 17 de agosto de 1861 a su amigo Jules Duplan—, no lo dudes. Salambó primero molestará a los burgueses, es decir, a todo el mundo; segundo, crispará los nervios y el corazón a las personas sensibles; tercero, irritará a los arqueólogos; cuarto, parecerá ininteligible a las damas; quinto, me convertirá en un pederasta y antropófago. Esperemos”.

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