«¿Qué es la vida cuando habla el deber?» Dice Flaubert, en alguna de sus obras. Stendhal, en Rojo y Negro, una de las novelas cumbre de la literatura universal, escribe: «En vez de estar atento a los arrebatos que hacía nacer, cuya intensidad se mostraba por los remordimientos, nunca dejó de tener ante los ojos la idea del deber».
Más adelante expresa, nuevamente de su personaje principal, Julien: «Tenía la poderosa conciencia del deber». Milton, en su Paraíso Perdido comenta: «Sufrir por la causa de la verdad, es fortaleza que alcanza la más alta victoria». Victor Hugo, en una de sus mejores obras, opacada injustamente por la utopía de Los miserables, dice al respecto: «¿Dónde ir? ¿Salir? ¿Quedarse? ¿Adelantar? ¿Retroceder? ¿Qué hacer? No es raro que el deber nos presente encrucijadas.
La responsabilidad puede ser un laberinto». Thomas Mann, haciendo la crítica al falso deber escribe en su Montaña Mágica: «¡Cómo es el hombre! ¡Con qué facilidad puede engañarse su conciencia, encontrando en la supuesta voz del deber la licencia para la pasión!». Todos estos grandes escritores estaban más allá de la acusación partidista que a otros gigantes de la literatura universal se les puede achacar. Pertenecían a una clase social bien caracterizada, la burguesía de su época, lo que los distinguía, tal vez de los hombres que consciente o inconscientemente se alinean con los intereses de esta clase, era su superioridad moral y espiritual, así como la comprensión del mundo que habían logrado reflejar en obras que hoy forman parte de la cultura universal.
Sin embargo, lo que pretendo señalar al transcribir estas líneas, no es ni la excelente prosa ni la grandeza de sus autores, sino la permanente repetición de una idea que, si se busca con atención, se reproduce en las más grandes obras del pensamiento humano. ¿Qué es el deber? ¿A qué se refieren estos hombres cuando hablan de la conciencia o el cumplimiento del deber? No es una idea sencilla de exponer, la filosofía ha dado cuenta de ella de diversas maneras y aún hoy continúa sin existir una respuesta absoluta y categórica. Mi objetivo no es definir esta verdad, tampoco ceñirme a una única definición, sino esbozar, aunque fuese con breves y descompuestos trazos, una explicación general de lo que hoy, en nuestro tiempo y en nuestras circunstancias, podría significar la conciencia del deber.
La conciencia del deber tiene, en principio, una determinación histórica, aunque entendida con mucho mayor profundidad, no se distingue en esencia de lo que significó hace cien o doscientos años. Lo que ha cambiado en ella es el contenido y, naturalmente, la forma. ¿Cuál es el deber de un hombre que se pretende como tal en toda la extensión de la palabra? Es decir, ¿Cuál es la razón de la existencia de una persona que ha asimilado en lo más profundo de su ser la causa de la humanidad como suya propia? La respuesta es aparentemente sencilla: su razón de ser radica en el desarrollo y mejora de la vida humana; en el crecimiento material y espiritual de los hombres y, en suma, en la felicidad general por encima de la felicidad individual que, por ser necesariamente egoísta, no puede ser nunca completa. Un hombre que entiende la felicidad como el disfrute de todos y que solo puede ser feliz si sus semejantes lo son también, está muy cerca de entender el deber humano, aunque fuese más que por el camino de la teoría, por el de la experiencia. Sin embargo, el anhelo de felicidad no responde a la conciencia del deber por sí mismo. Yo puedo desear la felicidad de mis semejantes e incluso dedicarme a predicarla, sin que por ello mi prójimo viva mejor. Desear, pensar y sentir, dejando la realidad intacta, tiene el mismo efecto que el grito de Voltaire que, horrorizado por las atrocidades provocadas por el terremoto en Lisboa de 1755, protestó escandalizado contra aquella fatalidad por inhumana e irracional, sin que por ello la naturaleza hiciera siquiera una mueca ante este reclamo.
El deseo por sí mismo no consigue nada. Debe existir no solo el anhelo de felicidad general, sino la constancia y tenacidad por hacer de esta voluntad una fuerza productiva, material. Pero ¿Cómo? ¿Existe un camino trazado para ello o es nuestra fantasía y las ideas adquiridas en nuestra muy limitada vida las que deberán guiarnos? Sería muy fácil decir: aquí están estas tablas, aquí esta escritura sagrada que deberá orientar vuestra vida si se quiere cumplir con el deber. No hay tal, la vida no es tan sencilla como eso. Caeríamos, como dijo antes Mann, en una justificación de nuestras pasiones. Lo que para nosotros parecería un deber no sería para la realidad más que un capricho personal de justificar moralmente nuestros actos o, peor aún, y como lo ha demostrado la historia, un desvarío de fatales consecuencias.
La conciencia del deber sólo puede entenderse si se comprende la conciencia como el reflejo exacto de la realidad en la que vivimos, es decir, como el conocimiento concreto de las circunstancias históricas que nos determinan. Saber qué hacer en un momento determinado no debería estar determinado por nuestras filias o fobias, sino con el reclamo, con el grito concreto de nuestra realidad. ¿Cuál era el deber de un hombre bien nacido, durante la larga noche que significó la Revolución Mexicana? ¿No era luchar con las villas y las zapatas? Defender los intereses no de los humildes en abstracto, sino de los miles de hombres que decidieron sacrificar su vida buscando la felicidad común. Los millones de hombres que perecieron en la lucha contra el fascismo, ¿no lo hicieron también en cumplimiento del deber al poner frente a una calamidad como la que el nazismo significaba? Lo supieran o no, su sangre ha fertilizado el camino de la humanidad hacia una meta común.
Sin embargo, hoy las líneas no parecen estar tan definidas como hace medio siglo. Hoy los hombres no saben distinguir lo que el deber reclama de lo que su falsa conciencia les indica. El mundo y la realidad atraviesan una etapa definitoria en la que la catástrofe, de apellido imperialismo, parece ser la única salida. La gran mayoría, consolándose en la idea de la felicidad individual prefiere refugiarse en su deber con la familia, con los amigos o con lo que sea que les tranquilice, olvidando su deber para con la historia, para con la humanidad.
Estos deberes no son desdeñables, son necesarios, pero se supeditan a un deber mayor que es el deber social, la responsabilidad histórica. Alinearse con esta idea, entender el papel concreto dentro de nuestro momento histórico nos hará similares a los grandes hombres a los que hoy honramos e idolatramos. Nuestra responsabilidad puede ser que no implique exponer el pecho a una bala, tampoco enardecer a una nación para levantarse en contra de un tirano, es posible que nuestro deber parezca más sencillo: organizarse y educar, pacientemente, día a día, a todos los que viven con los ojos cerrados, a todos los desamparados que se han resignado a su suerte; a los hombres y mujeres que hoy, ciegos de desaliento, se agarran a cualquier tabla de salvación sin importar que sea ésta solo un clavo ardiente. Parecerá un deber triste, poco luminoso, vacío de heroísmo y exento de gloria. Sin embargo, por su misma opacidad, porque exige trabajo sin gloria y esfuerzo sin recompensa personal, es más loable que muchos otros.
Esa conciencia del deber, ese cumplimiento con nuestra tarea histórica, esa lucha implacable por el bienestar general que nos pone en la senda de los espartacos, será la más grande recompensa que podamos alcanzar, será la única manera de saber que, a final de cuentas, esta vida que nos ha tocado, ha valido la pena ser vivida.
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