Hace ya buen rato que se habla de la crisis que viven los partidos políticos en el país, y hasta se creó, con la finalidad de darle salida a la decepción popular, la figura de los candidatos independientes.
Pero la crisis se volvió franca bancarrota en los últimos tiempos, de tal manera que no sólo el cambio de colores se ha vuelto una práctica corriente que casi masifica el chapulineo, como le llama el pueblo llano al hecho de que los miembros de un partido, al no encontrar respaldo a sus ambiciones políticas en él, terminan pasándose con armas y bagajes a otros institutos que antes dijeron combatir.
También puede verse en la formación de alianzas y coaliciones de partidos con lo que la tan cacareada pluralidad de opciones electorales queda reducida de manera drástica.
No hay pierde para el pueblo pobre trabajador con los candidatos antorchistas, pues son luchadores sociales que de por sí siempre han luchado en serio contra la pobreza en nuestro país.
En efecto, los partidos políticos actuales, que en esencia representan los mismos intereses de clase social —por supuesto no los de la mayoría empobrecida y trabajadora que padece su miseria desde hace siglos y que recibe promesas de mejorar su suerte en cada nueva elección—, no sirven a la gente para lo que teóricamente deberían servir.
Los partidos no sirven para la práctica de una auténtica democracia representativa, ni para el progreso y mejora continua de las condiciones de vida de toda la población, ni para garantizar el ejercicio pleno de los derechos humanos, civiles o políticos de los mexicanos. Nada de eso, pues todo sigue igual o peor que antes, y la gente ha dejado de creer en ellos.
La situación nos dice a las claras que lo que importa hoy en día es el proyecto que cada uno de los candidatos encabece en la próxima jornada electoral del 2 de junio. Y puesto que los programas sociales son de todos, no son propiedad de ningún partido político porque se subsidian con el dinero público de todos los mexicanos y además ya existen por ley al quedar plasmados como un derecho constitucional, toda la gente está en libertad de apoyar con su voto al mejor candidato: al que verdaderamente represente los intereses de la comunidad, al que garantice desarrollo y trabajo efectivo en favor de la gente.
Esto es muy importante de tomarse en cuenta por parte de la ciudadanía, y en este sentido, no hay pierde para el pueblo pobre trabajador con los candidatos antorchistas, pues son luchadores sociales que de por sí siempre han luchado en serio contra la pobreza en nuestro país por cuestiones de principio.
Nuestros candidatos claramente se destacan entre todos por ser garantía de desarrollo y progreso de los pueblos; ellos saben que la lucha por los puestos de elección popular es sólo la herramienta que permite avanzar más rápido en la solución de las demandas y necesidades de la gente al tener en sus manos la posibilidad de decidir las acciones a realizarse con ese fin.
La población en general debe saber que los antorchistas buscan el poder para dotar de servicios y obras a la gente y mejorar las condiciones de vida del pueblo lo más sustancialmente y hasta donde las circunstancias lo permiten, como ha quedado demostrado en todo tiempo y lugar donde lo han ejercido.
Los candidatos antorchistas se diferencian claramente de quienes buscan el poder para su beneficio personal o de grupo porque ponen el poder al servicio del pueblo, en todos los sentidos; en cambio los arribistas, cuando lo logran, se olvidan hasta de quienes los apoyaron, pero sobre todo se olvidan del pueblo y de sus necesidades, y si este les reclama no sólo ignoran sus promesas y compromisos de campaña, sino que hasta se molestan.
Por eso, desde mi punto de vista, ante la crisis de la partidocracia, lo que conviene a los pobres, a los trabajadores y al pueblo en general, es identificar a los de su misma clase, a quienes buscan desarrollo y progreso del pueblo, y hacer causa común con ellos para poner en el poder a los auténticos representantes de sus intereses, tanto los de corto como los de largo plazo.
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