La espantosa tragedia que azotó Acapulco nos muestra la cruda realidad que vive la clase trabajadora en México. El huracán no sólo destruyó hoteles, restaurantes y negocios turísticos, sino que devastó los humildes hogares de cientos de miles de personas que dependen de esos empleos para su supervivencia.
Mientras los noticieros se enfocan en mostrar los grandes hoteles destruidos, poco o nada se dice de la tragedia humana que se vive en las colonias populares y asentamientos irregulares. Esas 800 mil personas, que representan la mayoría de la población trabajadora de Acapulco, lo perdieron todo. Y lo más grave es que dependen del comercio ambulante semanal para sobrevivir, trabajo que por lo pronto, ya no existe.
Ante esta situación trágica, no debe sorprendernos que muchos buscaran desesperadamente alimentos y artículos de primera necesidad entre los escombros. Más que criminales, son víctimas de las circunstancias. Víctimas de un sistema que los mantenía en la precariedad, sin posibilidad de ahorrar para una emergencia como esta.
La respuesta del Gobierno de AMLO ante la tragedia en Guerrero ha sido insuficiente e ineficaz en comparación con administraciones anteriores. No se ha desplegado un operativo a la altura.
El Gobierno federal debe tomar conciencia de la dimensión de los graves daños de este desastre natural. No se trata sólo de reconstruir la infraestructura turística, sino de atender con urgencia las necesidades básicas de cientos de miles de damnificados. Se requiere un plan masivo de ayuda humanitaria, con despensas, albergues y atención médica a gran escala, así como trabajos de sanidad.
Pero el apoyo no puede ser temporal. Es necesario diseñar una estrategia de reconstitución del tejido social y económico de estas comunidades. Hay que crear opciones de empleo emergente, financiar la reconstrucción de viviendas resilientes, y fortalecer redes de protección social. De otra forma, estas poblaciones quedarán en el desamparo y la marginalidad.
Lamentablemente, la respuesta del Gobierno de Morena encabezado por Andrés Manuel López Obrador ante esta tragedia ha sido insuficiente e ineficaz en comparación con administraciones anteriores. No se ha desplegado un operativo a la altura de la emergencia.
Incluso los damnificados han expresado su inconformidad y engaño cuando tienen oportunidad de hacerlo a través de los medios de comunicación. Pareciera que el Gobierno federal minimiza la magnitud de la catástrofe al pretender resolverla con medidas cosméticas y asistencialistas. Se requiere que el presidente asuma este desastre como una prioridad nacional y se comprometa a fondo con la reconstrucción y la reactivación económica de Acapulco y la región. De no hacerlo, su legado quedará marcado por la indolencia ante el sufrimiento de cientos de miles de mexicanos que lo perdieron todo.
Acapulco nos muestra los contrastes de México: los grandes complejos hoteleros y las zonas turísticas de lujo por un lado, y por el otro, enormes cinturones de miseria y pobreza. Esta tragedia debe ser una llamada de atención sobre la urgencia de reducir la brecha entre la desigualdad y la pobreza, contra los que poseen todo.
El Gobierno tiene la responsabilidad de invertir en infraestructura social que proteja a los más vulnerables ante estas contingencias. No se trata de dar dádivas, sino de garantizar condiciones de vida digna y oportunidades de desarrollo para todos. Es una deuda histórica que está costando vidas.
Si algo positivo puede surgir de esta tragedia, es la solidaridad y la organización comunitaria. Los damnificados tendrán que apoyarse entre sí para salir adelante. Pero también todos los mexicanos debemos exigir y participar en un nuevo pacto social, que ponga por delante la justicia, la equidad y los derechos humanos. Sólo así podremos construir un país más justo y humano.
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