MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

Somos una revolución, esa es nuestra bandera. Revueltas y el 68

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El movimiento estudiantil popular de 1968 tomó por sorpresa a los miembros de las élites intelectuales mexicanas. La confusión fue al tratar de entender y dimensionar los alcances y los límites del fenómeno, añadida a la necesidad inmediata de teorizar el fenómeno.

Los semanarios culturales y las columnas políticas de los periódicos de la época son un testimonio fidedigno del estupor y la sorpresa que causó la escalada del conflicto, las manifestaciones estudiantiles y la represión policial. Otro testimonio inagotable de la confusión que causó el movimiento de 1968, fue la pluralidad y la variedad de interpretaciones y de posicionamientos que los intelectuales mexicanos hicieron en torno a su significado político y al impacto en la sociedad mexicana de la época. 

Incluso, la hemerografía más crítica con el gobierno como los semanarios Siempre, dirigido por Manuel Marcué Pardiñas; La Cultura en México o Política, padecieron la enfermedad del confucionismo, la heterogeneidad y la incapacidad de asir y explicar el fenómeno. ¿Cómo explicar lo que pasaba frente a sus ojos?, ¿Qué significaban las movilizaciones estudiantiles en ese contexto específico?, ¿Por qué no pudo preverse el ascenso de una serie de manifestaciones de tal magnitud?, ¿Cómo tenía que actuar el Estado?, ¿y la sociedad?, ¿y los intelectuales?

Insatisfechos, pero con afán de dar respuestas a las preguntas que el proceso iba generando, muchos intelectuales se aventuraron a proponer hipótesis e interpretaciones, otros vertieron sus opiniones e, incluso, elaboraron análisis políticos exprofeso que, al vapor, intentaban ser explicaciones abarcadoras sobre la inasible problemática. Como lo ha reseñado Jorge Volpi en su libro La imaginación y el poder, una historia intelectual de 1968, los titulares y los periódicos se inundaron de interpretaciones variopintas en tanto los acontecimientos se iban desarrollando. 

De esta manera, entre el 22 de julio y el dos de octubre de 1968, los intelectuales debatieron sobre la ética y la política del conflicto. Algunos intérpretes muy lúcidos de su tiempo, sorprendentemente, descalificaron a los estudiantes de ser imitadores e importadores de un conflicto que sencillamente no existía para desestabilizar el país. 

Vicente Lombardo Toledano, por ejemplo, sentenció: “Una burda imitación de París. La verdadera izquierda nada tuvo que ver en los disturbios y borlotes estudiantiles: la reacción y el imperialismo fueron los únicos favorecidos”.  

Francisco Martínez de la Vega señalaba, con una mesura complaciente, que “México tiene derecho a reclamar cordura de sus jóvenes inconformes”; y Roberto Blanco Moheno, combativo y furibundo enemigo del desorden, en una línea abiertamente contraria, acusaba: que “de los detenidos por dirigir los alborotos, aunque casi ninguno me es conocido en lo personal, he visto las fotografías. Tienen cara de delincuentes o de fanáticos, y de fanáticos y delincuentes maduros, cuando no ya viejos (…) ¿Recordar aquí que hace dos años advertí la existencia de planes para sabotear la Olimpiada? Es una pena que siempre se reconozca que tengo razón”.

De hecho, Blanco Moheno, Martínez de la Vega y Lombardo Toledano se montaron en la verdad histórica que estaba construyendo el Estado mexicano. Su versión caracterizaba al movimiento como una conjura comunista, como el intento de un golpe de estado mediante la formación de un contrapoder organizado en el Consejo Nacional de Huelga. Por eso, la actuación policiaca era justificada, pues al reprimir, perseguir y encarcelar manifestantes, se estaba persiguiendo a quienes atentaban contra la legitimidad del poder de la nación. Desde luego esta versión era una fantasía. Un delirio que servía para la represión. 

En este marco de confusión por el proceso, emergió, sin embargo, José Revueltas, rara avis, intelectual revolucionario que pudo observar la capacidad de transformación del movimiento en un acontecimiento que trastocara los cimientos de la sociedad y reorganizara las jerarquías y las relaciones de explotación existentes; es decir, que se reelaborara el contrato social y se avanzara hacia un horizonte mucho más justo para las mayorías. Ese formidable potencial revolucionario que tenía en germen la movilización no fue apreciado de la misma manera por muchos intelectuales de su época.

En las distintas revistas y columnas en periódicos que se escribieron, en agosto de 1968, hubo dentro de los intelectuales una crítica extendida a la falta de banderas, de objetivos precisos del movimiento. El pliego de los seis puntos no convencía a la intelligetsia mexicana que lo calificaba de espontáneo e infantil, más parecido a una rabieta adolescente que a una movilización consciente y madura; como mencionó Rubén Salazar Mallén: “la falta de bandera hizo que los estudiantes depusieran la actitud que adoptaron durante los disturbios registrados. Los muchachos no supieron justificar su violencia ni definieron deseos de aspiraciones de magnitud suficiente para que su conducta fuera y pareciera adecuada a las circunstancias.” Evaluaciones similares fueron difundidas a la opinión pública.

La heterogeneidad ideológica del movimiento era verdadera. Los intelectuales del CNH veían con mucho recelo los discursos partidistas o socialistas: ¡Queremos democracia a secas!, se escuchaba en las numerosas asambleas que se realizaban. No había espacio para el socialismo en una generación desencantada de la Unión Soviética en la cual no tenía mucha influencia el Partido Comunista Mexicano. Sin embargo, José Revueltas no se resignaba: buscó colar, por la rendija más amplia posible, la idea de transformar radicalmente la sociedad gracias al formidable potencial que las movilizaciones juveniles manifestaban y por qué no, la idea de que el movimiento deviniera socialista.

Para Revueltas, el pliego de los seis puntos era una consigna del incipiente movimiento estudiantil, pero conforme se fue ampliando y madurando en el tiempo y el espacio, resultó insuficiente: “nuestra lucha es por una sociedad nueva, libre y justa, en la cual se pueda pensar, trabajar, crear, sin humillaciones, sobresaltos, angustias y mediatizaciones de toda especie”. La juventud, según él, tomaba en sus manos la estafeta de la revolución, puesto que la clase obrera y los campesinos se encontraban completamente enajenados y mediatizados a través del control estatal de los sindicatos, las organizaciones agrarias y los comités de los partidos políticos.  

Pero la lucha estaba clara y los enemigos del movimiento también: el Estado y la burguesía, contra los cuales se luchaba en el seno del movimiento: “A los miembros de la oligarquía, a los satisfechos burgueses viejos y nuevos, a la clase dominante, no tenemos otra cosa que plantearles sino la obligación de pagar, y pagar cada vez más, en dinero, por lo pronto, en tanto que llega la hora en que paguen con su desaparición histórica del panorama humano”.

Lo anterior nos revela la sensación revueltiana de algo más profundo, subterráneo, no evidente que se escondía bajo la apariencia del pliego de los seis puntos, algo que luchaba por emerger y ascender a la superficie con fuerza propia. Una criatura que no terminaba por manifestarse y que, probablemente, la represión del dos de octubre impidió que viera la luz. Para Revueltas esa criatura era, quizá, la revolución socialista, la revolución proletaria. 

Ocho años después, Revueltas continuaba quebrándose la cabeza buscando entender el carácter oculto de 1968: “El movimiento nunca modificó sus seis puntos y, no obstante, durante el movimiento había una lucha que iba más allá de los seis puntos. Pero los dirigentes no supieron recolectar esta opinión que quedó en volantes y quedó en impresos mimeográficos que son el mejor documento democrático”.

Para Revueltas, una explicación de la derrota en 1968 fue que, en cierta medida, desde el mismo movimiento se impidió ir más allá, se prohibió la revolución y se cerró la puerta erróneamente, a la emergencia de una democracia radical, socialista. 

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