Andrés Manuel López Obrador arenga frases salpicadas de verdad, con una gran porción de tergiversación o, de plano, de abierta mentira. Por ejemplo, al emplear el concepto de “mafia del poder” se refiere, según él, a un grupo de empresarios y políticos que arruinaron a México desde el gobierno de Miguel de la Madrid; en uno de sus libros enumera a poco más de 30 personas que tienen en común haberse enriquecido por la política neoliberal mexicana que consistió en vender empresas del Estado a precios irrisorios a la iniciativa privada y otras triquiñuelas propias de un “capitalismo de cuates”.
Pero deliberadamente evita emplear el término burguesía (que según el marxismo es la clase social dueña de los medios de producción); pues si bien, existen integrantes de su mafia del poder de esta clase, no toda la burguesía pertenece a ella; sólo aquellos que se asociaron con el expresidente Carlos Salinas; pero sería más preciso decir: todo aquel empresario que no simpatice con su movimiento político.
Para muestra: en el 2011 en su ominosa lista aparecía el Sr. Ricardo Salinas Pliego, propietario del Grupo Salinas que comprende, entre otras, a Televisión Azteca, Elektra y Banco Azteca; hoy este empresario mexicano abandonó esta oprobiosa lista por ser un personaje cercano al actual presidente. El banco de su propiedad operará la transferencia monetaria directa y el expresidente de la Fundación Azteca fue Secretario de Educación. La lista es más grande cuando aludimos a los políticos que antes eran sus enemigos (y que por tanto pertenecieron o sirvieron a dicha mafia) y hoy son flamantes representantes del morenismo. Vemos, pues, que el concepto de “mafia del poder” está hecho a modo de propaganda política y no es una categoría de análisis serio para explicar la realidad de la política mexicana.
En este mismo sentido, puede entenderse el discurso del presidente en su toma de posesión. Acertó a la hora de decir que el neoliberalismo es el causante de la miseria de las mayorías; esto es: un gobierno que propicia condiciones adecuadas para el enriquecimiento de las elites del dinero. Pero no precisa una política estatal que frene aquella galopante hegemonía de la iniciativa privada en política, como se esperaría. Éstas son, por lo menos, las conclusiones que propone OXFAM para frenar la abismal desigualdad, verbigracia, una política fiscal más justa: “(...) restablecer impuestos a la herencia, reformar el impuesto predial y cobrar mayores impuestos a instrumentos de renta fija y variable en el mercado de capital”. Aunado a una política social que favorezca directamente a los pobres: “una nueva política industrial para que la clase trabajadora mexicana pueda insertarse en el mercado internacional con empleos dignos y de calidad. (...) Elevar el salario mínimo hasta la línea de bienestar seguido de aumentos graduales de acuerdo a la inflación del país”. En suma, un Estado que regule la anarquía económica producida por el neoliberalismo. Pero no, el eje del gobierno morenista es el combate a la corrupción.
¿Y es verdad que la corrupción cura el neoliberalismo? No. Porque, suponiendo, que la clase política se limpie de aquellos malos usos y abusos, la política económica que hizo muy ricos a los ricos seguirá operando intacta, pero ahora por políticos honestos. Es como si colocáramos al mando de una máquina de guerra al más santo y puro de los hombres, pero no por ser conducido por aquel beato, suponiendo que exista, la máquina va a dejar de ser asesina. Lo cierto es que la corrupción florece con mayor facilidad cuando existe una clase social insospechadamente enriquecida, las leyes se tuercen sin mayor dificultad hacia sus intereses; pero, en este caso, no atacamos la esencia del problema, sino la superficie.
Ésta es la sustancia de su discurso: hablar de lo superficial de los problemas. Se ha propuesto desprestigiar a todas las organizaciones sociales; el argumento: los líderes usaban los programas para su provecho y el beneficio nunca llegaba a los grupos vulnerables. En un país lleno de corrupción, a primera vista, esto parece una verdad obvia. Pero por más obvia que resulte, si se apuesta por generar una política verdaderamente honesta y transparente tener, como decimos coloquialmente, los pelos de la burra en la mano es un imperativo mayor. No se abunda en pruebas ante las acusaciones, pero eso sí, se esconde un dato importante: en una encuesta levantada por el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) y por el Comparative Study of Electoral Systems en 2015 se reportaba que menos del 5% de los beneficiarios del programa PROSPERA reportaban clientelismo por parte de organizaciones y partidos en el programa y, de hecho, tal percepción fue sustancialmente mayor para los programas sociales de pensiones.
Todavía peor, cuando socarronamente alude al Movimiento Antorchista (Antorcha Mundial para los obcecados) lo hace para pregonar que nuestra organización se dedica únicamente -o, sobre todo- a operar estos programas monetarios. A pesar de que sabe, (porque allí ha estado; su última visita ocurrió el 11 de enero de este año) que Tecomatlán, Puebla, la cuna del antorchismo, es un modelo de desarrollo municipal, así es reconocida por ser el 5to finalista del premio City to City Barcelona FAD Award que reconoce a las mejores ciudades del mundo; y bien sabe que ese impresionante desarrollo no se hizo por acaparar este programa, sino a través de la obra social hecha por las dependencias correspondientes con recursos estatales o federales. De esta misma proporción es el cambio ocurrido en el resto de los municipios gobernados por Antorcha, como en Huitzilan, también en Puebla, y de los municipios mexiquenses de Ixtapaluca y Chimalhuacán. De este último, se estudian sus transformaciones en la investigación del periodista Alejandro Envila Fisher: “Chimalhuacán, de ciudad perdida a municipio modelo”. Este enorme desarrollo municipal, que es palpable para todo aquel que quiera verlo, hubiese sido imposible si el móvil existencial del antorchismo fuera la corrupción clientelar, como asegura el sr. presidente.
¿Él lo ignora? Lo dudo rotundamente. Dibujar una caricatura de nosotros forma parte de una desvergonzada campaña de desprestigio. Su propósito, como siempre, es mostrar trozos de verdad con tergiversaciones descaradas para atacarnos. Y en esto no se distingue en nada de la clase política corrupta que dice combatir: no se proponen educar políticamente a las masas trabajadoras, sacarlas de su atraso en materia política para hacer, así, una participación más efectiva en pro de sus derechos. Manejar un discurso político superficial no crea consciencia, y sí fanatismo; y el fanatismo siempre es el principio del caos y hasta de la violencia desbordada. Vale.
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