MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

Cómo Estados Unidos inició la Nueva Guerra Fría en la década de los noventa (I//II)

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El concepto de Guerra Fría alude a una coyuntura en la que dos pares en conflicto se encuentran en preparativos activos para un conflicto militar, aunque aún no se haya materializado dicho enfrentamiento. En la actualidad, una era marcada por estados nacionales armados con arsenales nucleares capaces de aniquilar al planeta, no resulta sorprendente que se evite el uso de este término para caracterizar la relación vigente entre el bloque liderado por Estados Unidos y aquel representado por Rusia y China. No obstante, la crisis actual, agudizada por la intervención de Rusia en Ucrania, nos conduce inexorablemente a la conclusión de que, de hecho, la descripción más acertada de la situación actual es la de una “Nueva Guerra Fría”.

Aunque pueda parecer que esta coyuntura es de reciente formación, como insisten los propagandistas del bando occidental, la realidad es que sus raíces pueden rastrearse hasta la década de los años 90 del siglo XX. En su obra “La Nueva Guerra Fría: de Ucrania a Kosovo”, Gilbert Achcar (2023) expone cómo hemos llegado a esta situación y detalla las posibles vías alternativas que habrían asegurado, o al menos prolongado, un período de paz que actualmente se encuentra amenazado con extinguirse. El argumento es que los orígenes del conflicto actual se pueden rastrear al final mismo de la primera Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), es decir a la década de los noventa del siglo pasado.

Este periodo se inauguró con el colapso del campo socialista y la desintegración de la Unión Soviética. Rusia, en una posición de debilidad extrema, se encontraba con una economía devastada y un gobierno relativamente sumiso a los intereses de los Estados Unidos bajo el liderazgo de Boris Yeltsin. La pregunta imperante en el gobierno estadounidense era: ¿Y ahora qué? ¿Cuál debería ser la nueva política de seguridad de Estados Unidos en la época post Guerra Fría? El aspecto central de esta cuestión residía en determinar la actitud y política a adoptar frente a Rusia y China o cualquier otro posible bloque que amenazara la hegemonía absoluta del imperialismo norteamericano.

Dos corrientes principales emergieron en este contexto: una postura intransigente, representada por la línea dura, y una más conciliadora, encarnada en la línea blanda. Ambas corrientes contaban con representantes dentro del gobierno norteamericano. La línea blanda, personificada por figuras como William Perry y Ashton Carter, promulgaba una estrategia conocida como “defensa preventiva”, inspirada en gran medida en el enfoque del Plan Marshall implementado tras la Segunda Guerra Mundial en Europa Occidental. El argumento principal sostenía que, si Estados Unidos aspiraba a preservar su hegemonía global y evitar conflictos bélicos, debía brindar incentivos económicos a todas las partes involucradas para mantener relaciones de cordialidad con Estados Unidos. Este enfoque era particularmente relevante para Rusia, la gran perdedora de la primera Guerra Fría. Esta perspectiva abogaba pues por evitar la expansión de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) hacia el este, reducir la expansión militar de Estados Unidos, y tratar a Rusia y China con precaución, reconociendo los intereses de estas dos naciones y el papel inevitablemente importante que tienen la economía y política global.

Por otro lado, la línea dura estaba personificada por Zbigniew Brzezinski, cuya obra “El Gran Tablero Mundial” proponía que el principal objetivo de Estados Unidos en el ámbito de la seguridad global debía ser prevenir una alianza entre Rusia y China. Brzezinski recomendaba obstaculizar a toda costa la recuperación económica de Rusia, ya que esta podría dar lugar a su fortalecimiento militar. En esta línea, abogaba por la incorporación de todos los países anteriormente pertenecientes al extinto Pacto de Varsovia a la OTAN. No tenía reparos en afirmar que Estados Unidas debía evitar a toda costa el surgimiento de bloques hostiles a su hegemonía, para lo que debía de “maniobrar y manipular” de ser el caso usando todos los recursos a su disposición.

Evidentemente, la línea dura terminó prevaleciendo, como se hizo patente al examinar la evolución del gasto militar en Estados Unidos después del fin de la Guerra Fría. Aunque este gasto había disminuido en comparación con sus niveles máximos anteriores al final de la primera Guerra Fría, se mantenía en niveles extraordinariamente elevados, similares a los mantenidos en momentos álgidos de la confrontación con la URSS después de la Segunda Guerra Mundial. Surgía entonces la interrogante: si el enemigo principal ya había sido derrotado, ¿cuál era el propósito de mantener un gasto militar tan desmesurado? La justificación radicaba en la premisa de que Estados Unidos debía estar preparado para afrontar una eventual Doble Guerra Regional (DGR) contra dos estados incómodos ubicados en el Medio Oriente y el Este Asiático, Irak y Corea del Norte, respectivamente.

Sin embargo, para los observadores perspicaces, quedaba claro que esta DRG no era suficiente para explicar y justificar los enormes desembolsos y esfuerzos militares que Estados Unidos estaba realizando durante la década de los 90. Cada vez se tornaba más evidente que esto servía solo como una clave para abordar el verdadero escenario que inquietaba a la élite gobernante estadounidense: una posible confrontación con Rusia y China. Curiosamente, Irak era un término clave que apuntaba a Rusia, mientras que Corea del Norte se utilizaba como una referencia velada a China.

Naturalmente, esta percepción no pasaba inadvertida en los pasillos del poder en Moscú y Beijing. Ambas capitales respondieron rápidamente mediante la forja de una alianza en el ámbito militar. La primera manifestación de esta alianza se reflejó en la creciente importación de armamento y tecnología militar rusa por parte de China, así como en un incremento en el comercio internacional entre ambas naciones.

Esto fue solo el inicio. Lo que desencadenó la indignación en Moscú, incluso entre el gobierno lacayo de Boris Yeltsin, fue la ruptura de la promesa de que la OTAN no se expandiría ni un ápice hacia el este. La perspectiva de una relación amigable, cooperativa e incluso de una posible integración de Rusia en la OTAN se desvaneció cuando, en la Cumbre de la OTAN de 1997, se produjo un cambio sustancial en la naturaleza de esta organización. Originalmente, la OTAN había sido concebida como una entidad de carácter puramente defensivo, reservando su intervención militar activa exclusivamente para situaciones en las que un miembro de la alianza fuera agredido militarmente, particularmente por parte de la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia. Esta defensa se limitaba al territorio del país aliado agredido o al del agresor. Sin embargo, en el contexto de un mundo post Guerra Fría, donde las posibilidades reales de agresión directa a la OTAN eran mínimas, esta estrategia y concepción de la organización se volvían obsoletas, lo que cuestionaba la razón de ser de la misma organización.

Jesús Lara es economista por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

Referencias

Achcar, G. (2023). “The New Cold War: The United States, Russia, and China from Kosovo to Ukraine”. Haymarket Books.

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