Guerrero sangra, pero no calla. Mientras la violencia desgarra sus calles y la impunidad se instala como norma, hay una trinchera que no se rinde: la cultura. En medio de balaceras, ejecuciones y el miedo cotidiano, más de 550 artistas guerrerenses —niños, jóvenes, adultos— viajaron a Tecomatlán, Puebla, para escribir otra historia. La suya.
La que no aparece en los titulares de nota roja, pero que late con fuerza: Guerrero quedó en noveno lugar nacional en la XXI Espartaqueada Cultural Nacional 2025.
En un estado donde la pobreza alcanza al 66 % de la población (según Coneval) y la violencia ha cobrado más de 200 vidas sólo en 2025, la Espartaqueada Cultural no fue sólo un concurso: fue un manifiesto.
Carlos Santiago Saldaña, de Chilpancingo, ganó segundo lugar en oratoria al denunciar los narcocorridos y su impacto social; Hanna Abril Vargas, de diez años, llevó el llanto de “La cigarra” a un tercer lugar en canto infantil; y los estudiantes del Internado “Adolfo Cienfuegos y Camus” de Tixtla coronaron a Guerrero con el primer lugar en rondallas; en poesía, Jesús Carrizales ganó el segundo lugar; en danza folclórica, el ballet Tecuantlahuilli ganó el tercer lugar en la categoría juvenil B.
Estos logros no son casualidad. Son el fruto de meses de ensayos entre balaceras, de padres que con esfuerzo compraron vestuarios, de maestros que convirtieron patios en escenarios, de colectas públicas que se hicieron para que sus artistas llegaran a Puebla. Aquí no hubo presupuestos millonarios ni patrocinios gubernamentales: hubo pueblo organizado.
El sistema ha convertido a Guerrero en un laboratorio de sus peores males: pobreza extrema, despojo de recursos, violencia como herramienta de control. Frente a esto, la cultura popular —la de verdad, no la folklorización turística— es un acto subversivo.
Porque el capitalismo necesita ciudadanos desmemoriados, consumidores pasivos, no jóvenes que declaman a Neruda o niñas que cantan a la resistencia.
Cuando los poderosos recortan presupuestos culturales, el Movimiento Antorchista y las comunidades responden con poesía coral en náhuatl, con danzas que narran luchas agrarias, con oratorias que interpelan al poder.
La Espartaqueada lo demuestra: cuando los poderosos recortan presupuestos culturales (en 2024, el gasto en cultura en México cayó un 12 %, según el Inegi), el Movimiento Antorchista y las comunidades responden con poesía coral en náhuatl, con danzas que narran luchas agrarias, con oratorias que interpelan al poder. Es la prueba de que el arte, cuando es del pueblo, no entiende de márgenes de ganancia: entiende de dignidad.
Este noveno lugar nacional no es solo de los artistas. Es de las madres que cosieron trajes hasta la madrugada, de los padres que organizaron boteos bajo el sol, de los maestros que creyeron en el talento de sus alumnos pese a la precariedad de las escuelas, de los activistas que protegieron los ensayos como si fueran trincheras.
Mientras Guerrero celebra sus triunfos culturales, no olvida a quienes le arrebataron la posibilidad de seguir creando. Conrado Hernández, Mercedes Martínez y su hijo Vladimir —asesinados en abril— eran parte de esta lucha. Conrado construyó auditorios donde hoy se ensaya poesía; Mercedes enseñó a niños a cantar mientras organizaba comedores populares.
Su crimen fue un mensaje para callar la esperanza, pero fallaron: hoy, los artistas guerrerenses llevan su legado en cada verso, en cada nota.
Exigimos justicia para ellos y para todas las víctimas de Guerrero. Pero también reafirmamos que, mientras haya niños que prefieren un micrófono a un arma, jóvenes que intercambian pasos de danza por drogas, y comunidades que se organizan para cantar en vez de llorar, la batalla no está perdida.
Al gobierno federal le gusta hablar de Guerrero en cifras: homicidios, capturas, programas asistencialistas. Pero hay otras cifras que deberían importarle: 550 artistas, nueve medallas, 23 municipios movilizados, cero pesos de presupuesto oficial.
Estas son las que verdaderamente duelen al sistema, porque revelan que, incluso en el infierno, el pueblo puede crear belleza.
Que este noveno lugar nacional sirva como advertencia: Guerrero no se reduce a sus fosas. También es el estado donde la cultura se ha convertido en el arma más peligrosa: la que no mata, sino que da razones para vivir.
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