Las ratas de campo son más fáciles de localizar si andan fuera de su guarida huyen hacia lo que consideran su refugio y este es fácilmente identificado; es un promontorio hecho de pequeñas ramas secas, boñigas de vaca y casi cualquier cosa que, por el calor del mediodía y la tarde están totalmente secas y son fácilmente combustibles. Una vez localizado el nido de ratas, los cazadores se extienden en abanico alrededor del nido y le prenden fuego. En principio el humo y después el insoportable calor las hace salir despavoridas. Lo que contradictoriamente había sido su seguridad se convierte en la peor de las trampas que las quema vivas o las hace salir, también, a una muerte segura, por parte de los cazadores, quienes las esperan para matarlas a garrotazos o como puedan. Rara vez escapa alguna
El sábado por la tarde los cazadores saben que tienen que regresar a Zacatecas, por eso en su recorrido han calculado bien las distancias para no estar lejos de las vías del tren de donde partieron por la mañana. Una vez en este lugar pueden consumir lo que les queda de la comida que llevaron. Su llegada a la estación del tren es antes del anochecer y ahora tienen que volver a esperar.
En la medida en que se oculta el sol y empieza a atardecer el frio del semi desierto zacatecano empieza a calar y a poco lo hará de manera inclemente. Los cazadores encienden fuego para calentarse o para asar alguna de las piezas cazadas, hay que matar el tiempo y el hambre mientras se espera oír el silbido del tren, que ahora realiza el viaje de Ciudad Juárez a México.
Es imposible no darse cuenta sw su acercamiento, su potente silbato y el inconfundible traqueteo se irán haciendo cada vez más lento hasta detenerse por completo para ser abordado; una vez dentro pueden descansar unas horas antes de llegar a Zacatecas, lo cual ocurrirá entre las cuatro y cinco de la mañana. Llegan cansados, pero acostumbrados a esta forma de vida cargan sus animales muertos y caminan desde la estación del tren hasta el Arroyo de la Plata. Otros cazadores que no han viajado en el tren se dirigen al mismo destino.
En cuanto amanezca los clientes comenzarán a llegar al “Arroyo de la plata” para comprar lo que para ellos ha significado dos noches sin dormir y un día extenuante de cacería.
Son las seis de la mañana, apenas empieza a clarear, hombres y mujeres, bajan por las calles y callejones de Zacatecas, vienen de todas partes: del barrio de Bracho, de la colonia Sierra de Álica, bajan del cerro de la Bufa, de las colonias cercanas a las vías del ferrocarril, de paupérrimas y escondidas vecindades, de cualquier casa u hogar que, por costumbre o gusto, los domingos, consume carne de rata, conejos, liebres, codornices y palomas de monte y, ¿por qué no?, algunas veces serpiente de cascabel, algunos dicen que por fines medicinales, otros por simple curiosidad y presunción: “Sabe a pollo” dicen, lo cual no puede ser creíble pues son especies totalmente distintas. Por eso, quienes tienen estos gustos, tienen que levantarse temprano pues, los cazadores de esta fauna de monte han llegado antes de esta hora y están apostados a ambos lados de la calle, conocida por todos como “arroyo de la plata” mismo que, en épocas de lluvia era, efectivamente, un arroyo y que, en épocas posteriores, fue entubado y que ahora es una calle con el mismo nombre.
El consumo de estos animales, no fue en general, en esta zona de México, un signo de salvajismo, un gusto por lo exótico o un cierto tipo de excentricidad sino el más simple y elemental sentido de la supervivencia. Los antiguos zacatecos, guachichiles, guamares, cascanes y tepehuanes, habitantes ancestrales de esta zona, para sobrevivir en este ambiente inhóspito y cruel, acuciados de la extrema necesidad, tuvieron que cazar o recolectar, para alimentarse, cualquier cosa que significara paliar o saciar el hambre, luego entonces, es seguro, que la costumbre viene desde antes de la conquista española
La costumbre ha perdurado y también la necesidad.
Por eso, quienes gustaban o no tenían recursos para comprar otro tipo de proteína animal acudían y acuden todavía, aunque muy disminuidos, a comprar estos animales de monte.
Una vez llegados al “arroyo de la plata”, los compradores recorren las aceras donde están apostados los cazadores, observan y escogen la liebre, el conejo, la codorniz o paloma que mejor les guste conforme al tamaño que les conviene, así como por el estado físico de la misma pues al momento de ser abatida la pieza, el disparo o la munición les dañó poco o mucho la piel y en algunas piezas el daño fue severo, disminuyendo evidentemente su precio. Los compradores regatean conforme a lo anterior el precio y, claro está, a la solvencia de su bolsillo.
Una vez escogida la pieza y pactado el precio el cazador con la habilidad adquirida por la práctica, separa la piel del animal y le corta la cabeza para entregarlo al cliente.
El día de hoy, en ese hogar, se comerá rata, conejo o liebre frita o en caldo.
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