En el mundo se multiplican las voces de alerta sobre la posibilidad de estallidos violentos e incontrolables, detonados por la exacerbación de la pobreza, la marginación, la violencia y la discriminación que ya existían antes de la pandemia, pero que han alcanzado niveles inéditamente dramáticos y peligrosos.
Los gritos de alarma no provienen de panfletos lanzados por trasnochados desde alguna catacumba de la historia, del plan de acción clandestino de algún pequeño grupo decidido a poner su sangre para alentar con su ejemplo a que el pueblo se levante, o de fragmentos de obras de gigantes de la literatura, como Dickens o Balzac, que genialmente describían los horrores del capitalismo decimonónico. No. Las alertas a que me refiero son emitidas por organismos internacionales, que tienen mucho dinero y estructura para disponer de información confiable a este respecto y cuyo temor es perfectamente entendible si consideramos que representan a quienes han sido y son beneficiarios de ese estado de cosas que acumula obscenamente la riqueza en pocas manos y produce miles de millones de seres humanos empobrecidos, sin esperanza y, muchos de ellos, con la paciencia colmada de sobra.
Pondré dos ejemplos de tales manifiestos desde la cúpula del poder del mundo. A principios de este año, el Fondo Monetario Internacional (FMI) publicó un informe con el sobrio título de “Repercusiones sociales de la pandemia”, en el que dice que es casi seguro que en el mundo habrá una oleada de protestas en 2022: “Si la historia es una guía, es razonable esperar que, a medida que la pandemia se desvanezca, los disturbios puedan resurgir en lugares donde existía anteriormente, no debido a la crisis del covid-19 en sí, sino simplemente porque los problemas sociales y políticos subyacentes no se han solucionado”, dice el reporte que correlaciona estallidos sociales con situaciones críticas que enfrentan los pueblos, como la actual pandemia, igualada por gente bien informada a una guerra mundial, en los que se puede establecer un patrón de comportamiento caracterizado primero por la inacción que provoca el pánico o las múltiples actividades que se tienen que desplegar de emergencia para sobrevivir, y posteriormente un estallido en el que afloran la ira y los reclamos de justicia y bienestar, problemas acumulados y acentuados por esas crisis.
La otra alerta notable la emite Klauss Schwab, director del Foro Económico de Davos, en su libro Covid-19, El Gran reinicio: “Hay diferentes formas de definir qué constituye agitación social, pero en los dos últimos años se han producido más de 100 importantes protestas antigubernamentales en el mundo (el autor cita como fuente al monitor global de protestas de la Fundación Carnegie para la Paz Internacional), en países ricos y pobres por igual… cuando se levante la prohibición de reunirse en grupos y salir a la calle, resulta difícil imaginar que no vuelvan a aparecer las mismas reivindicaciones y el malestar social temporalmente reprimido, posiblemente con fuerza renovada. En la era posterior a la pandemia, el número de personas desempleadas, preocupadas, tristes, resentidas, enfermas y hambrientas se habrá incrementado dramáticamente. Se acumularán tragedias personales, que fomentarán la ira, el resentimiento y la exasperación en diferentes grupos sociales, incluidos los desempleados, los pobres, los migrantes, los presos, las personas sin hogar, todas las personas excluidas... ¿Cómo podría no terminar toda esta presión por estallar?”. Nadie podría acusarlo de exagerado.
No obstante lo acertada, y en ocasiones dramática, que resulta la descripción que hacen de los graves problemas sociales del capitalismo, exacerbados como nunca por la pandemia, así como la previsión inminente y casi segura de estallidos sociales, no hay en las clases dominantes del mundo, y en la mayoría de sus voceros y organismos internacionales, sino tibios llamados a la “voluntad política” de los gobernantes y de los concentradores de la riqueza en cada país; nunca, aunque la conozcan, hablarán de corregir la causa profunda y estructural, la concentración absurda de la riqueza, que está poniendo al planeta al borde del estallido. En la mayoría de los casos, aquí sólo puse dos ejemplos, se trata de llamados a tener cuidado con el tigre del descontento, a intensificar mecanismos ideológicos o militares para tranquilizar y domar a las masas enardecidas, o de programas de entrega de pequeñas ayudas que les endulcen de atole un poco la boca, tal y como hace el gobierno de México con sus famosas “ayudas” y su persecución incesante contra quienes pensamos que el pueblo, el creador principal de la riqueza, debe organizarse, no convertirse en doliente receptor de lo que buenamente le quieran arrojar desde la mesa del poder y la riqueza; ese pueblo debe sumar una fuerza de millones, proponerse en serio un programa de desarrollo económico y distribución justa de sus beneficios, ese pueblo organizado en un partido deben llegar al poder para aplicar ese programa y garantizar salarios, alimento, vivienda, servicios, educación y salud para todos.
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