Desde el inicio de la crisis sanitaria en el mundo y su conversión en pandemia, esos son los dos elementos que han tenido que considerar quienes dirigen a las diferentes naciones, los gobiernos de cada nación, que son los encargados, autorizados y únicos capaces en los hechos de manejar en sus países las políticas de estado, con la fuerza de la ley, el aparato coercitivo, económico, y todos los instrumentos. NO son las naciones en general ni es el pueblo ni, menos, cada quien, a título personal, el culpable o no de lo que suceda en el manejo de la contingencia, sino los gobiernos de cada país.
Y cada gobierno ha elegido sus estrategias, escogiendo entre la movilidad o restricciones, sabiendo que afecta al aparato productivo, por un lado, y por el otro las medidas de detección, prevención, cuidado y saneamiento, así como estrategias sanitarias (medicinas, vacunas, instrumentos para personal médico y para pacientes, hospitales, etc.) para salvar vidas… o no.
Insisto, cada gobierno sabía y sabe lo que hace, con los fundamentos que otorga el pensamiento científico, y son los responsables de los resultados. Y desde los inicios de la pandemia vimos perfilarse a las naciones en un abanico de actitudes entre los dos extremos: preocuparse más por la salud y la vida de la gente o preocuparse más por el aparato productivo y sus efectos sociales. Un estudio de los detalles sería necesario, pero eso es muy extenso, baste decir que una preocupación equilibrada y responsable no tiene que reducirse fatalmente a uno de los extremos olvidando el otro, pero eso sucedió, y fuimos testigos de cómo algunos mandatarios perfectamente ubicados, más reaccionarios e irresponsables, abandonaron a sus pueblos en medio de la tragedia sanitaria, dejándolos a merced de la enfermedad, de una forma tan indecente y desvergonzada que todavía cuesta trabajo creerla, en contraste con los gobiernos que hicieron todo lo posible, sin escatimar inversión de recursos humanos y económicos, para salvar a sus pueblos.
México, con el presidente Andrés Manuel López Obrador, se ubicó sin dudas y sin discusión, independientemente de ideologías, filias y fobias, del lado de los que decidieron sacrificar la salud y vida de sus pueblos a cambio de afectar lo menos posible la “movilidad” y la vida económica del país. Claro, el presidente siempre tuvo algún argumento edulcorante para sus conscientemente permisivas decisiones, acompañadas de frases y actitudes definitivamente pensadas en la imagen popular del mandatario, y no en preceptos científicos: “no pasa nada”, “vamos bien”, “ya domamos la pandemia”, “prohibido prohibir”, “la gente está cansada del encierro”, etc., o todavía más absurdos como las estampas religiosas, y los exhortos a la moralidad para evitar contagios. Él es el culpable del mal manejo de la pandemia y de decenas de miles de muertes que pudieron evitarse.
Pero lo peor es que el problema de su poca disposición a cuidar a su pueblo persiste, al igual que la pandemia misma, que está muy lejos de ser superada y sigue cobrando víctimas. Y esta combinación significa nuevos contagios y más muertes, a pesar de los esfuerzos que se hacen para avanzar con la vacunación.
Los números no mienten, pese a que todos sospechamos que hasta los números están maquillados, esos números maquillados nos dicen que esta tercera ola ya rebasó a la primera y va que vuela para alcanzar a la segunda.
Y en medio de esta desesperante situación, en espera de que quienes dirigen la política sanitaria pudieran abrir los ojos y corregir la estrategia, lo que vemos es al presidente y a su cohorte de lambiscones e interesados trabajando con ahínco para relajar la movilidad, minimizar los peligros y las precauciones, manipular el “semáforo” para hacerlo más laxo, forzando con todo su aparato el regreso a clases presenciales, a pesar del fallido experimento que ya fue causa de nuevos contagios, y todo eso que no significa sino más contagios y muertes. Lo que vemos es a un Gobierno federal que nos lleva a profundizar más la crisis y los peligros, sin esperanza de que algún milagro lo haga reaccionar y corregir.
En estas circunstancias, no basta con quejarse y lamentarse, llorar nunca ha resuelto nada. Urge que los ciudadanos conscientes entendamos la necesidad de tomar medidas antes de que la irresponsabilidad del presidente nos lleve a un remolino sin retorno. Debemos evitar a como dé lugar, hasta donde nos sea posible, que la movilidad y el relajamiento de las restricciones oficiales se causa de un incremento aún mayor de contagios y muertes.
Lo primero es entenderlo, verlo con claridad e independientemente de nuestras preferencias políticas y aprestarnos a organizarnos y hacer contrapeso, con los instrumentos que tenemos que son la lucha, la protesta pacífica y la resistencia civil. Por lo pronto, es necesario darle continuidad a la correcta lucha de los estudiantes que exigen que se posponga el regreso a clases, hasta que estén vacunados el 70 por ciento de los mexicanos, incluidos los estudiantes, y si no podemos hacer que AMLO desista de su demente intento, de su criminal imposición del regreso a las escuelas, lo que nos queda por hacer es no mandar a los estudiantes a las aulas. No importa que lo diga el presidente, él no es Dios ni nuestros hijos son corderos.
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