Una vez más, el estado de Guerrero se encuentra sumido en la devastación. La tormenta tropical “John”, que azotó recientemente las costas del Pacífico, ha dejado a su paso una estela de destrucción que nos recuerda, dolorosamente, la vulnerabilidad de esta región ante los embates de la naturaleza. Sin embargo, lo que resulta aún más alarmante es la persistente negligencia gubernamental que agrava estas crisis recurrentes.
No es la primera vez que Guerrero enfrenta la furia de la naturaleza. Basta recordar los estragos causados por los huracanes Ingrid y Manuel en septiembre de 2013, que dejaron más de cien muertos y pérdidas millonarias. O el más reciente huracán “Otis” en octubre de 2023, que devastó Acapulco y dejó a miles sin hogar. Estos eventos no son anomalías, sino parte de un patrón climático que exige una respuesta gubernamental robusta y preparada.
No podemos seguir dependiendo de la improvisación y la buena voluntad cada vez que la naturaleza nos recuerda nuestra fragilidad.
Sin embargo, la realidad es desalentadora. Desde 2012, hemos sido testigos de una disminución constante en los recursos destinados a la prevención y atención de desastres naturales. El golpe más duro vino con la eliminación del Fondo de Desastres Naturales (Fonden) por parte del Gobierno de López Obrador, una decisión que ha dejado a estados como Guerrero en una situación de mayor vulnerabilidad.
La respuesta actual del Gobierno federal ante la crisis provocada por “John” es, en el mejor de los casos, insuficiente. La ayuda que llega a las familias afectadas es mínima, y la lentitud en la implementación de medidas de rescate y reconstrucción es inaceptable. Mientras los funcionarios se enredan en burocracias y discursos, miles de guerrerenses sufren sin techo, alimento o servicios básicos.
Es crucial señalar que, aunque Acapulco suele acaparar los titulares, el impacto de estos desastres se extiende por todo el estado de Guerrero. Comunidades enteras en la Costa Chica, la Montaña y otras regiones quedan aisladas y olvidadas, enfrentando no sólo la destrucción inmediata, sino también las consecuencias a largo plazo en salud, educación y economía.
La pregunta que debemos hacernos como sociedad es: ¿cuántas tragedias más tendrán que ocurrir para que se implementen políticas efectivas de prevención y respuesta ante desastres? No podemos seguir dependiendo de la improvisación y la buena voluntad cada vez que la naturaleza nos recuerda nuestra fragilidad.
Es momento de exigir un cambio radical en la gestión de riesgos y desastres en México. Necesitamos la reinstauración y fortalecimiento de fondos como el Fonden, pero también una visión a largo plazo que incluya planificación urbana responsable, sistemas de alerta temprana eficientes y programas de educación y preparación comunitaria.
Como mexicanos y antorchistas, tenemos la responsabilidad de no olvidar a nuestros hermanos guerrerenses una vez que los reflectores mediáticos se apaguen. La solidaridad debe traducirse en acciones concretas: donaciones, voluntariado y, sobre todo, en una presión constante a nuestros representantes para que actúen con la urgencia y seriedad que la situación demanda.
Guerrero no es sólo un destino turístico; es el hogar de millones de mexicanos que merecen vivir con dignidad y seguridad. Es hora de que el Gobierno, en todos sus niveles, asuma su responsabilidad y actúe.
La naturaleza seguirá su curso, pero está en nuestras manos mitigar sus impactos y proteger a los más vulnerables. El tiempo se agota, y cada día de inacción se traduce en vidas en riesgo.
Actuemos ahora, antes de que la próxima tormenta nos encuentre, una vez más, desprevenidos y a merced de los elementos.
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