Para 1920, H. G. Wells era considerado un intelectual brillante. Este escritor inglés, formado en las ciencias naturales, se consideró siempre a sí mismo de izquierda: en su primera novela, La máquina del tiempo (1895), el eje fundamental es la lucha de clases.
En una sociedad futura, los Eloi son descendientes de los capitalistas y los Morlocks de los proletarios. Los primeros tienen refinamiento pero son insensibles al dolor humano, hedonistas, parasitando en jardines paradisíacos, en contraste con los Morlocks, que han evolucionado en seres bestiales que trabajan sin descanso en una vida subterránea y lúgubre, devorando a los atolondrados Eloi.
Muchos afirman que Lenin era un paciente educador con los obreros y los campesinos que se le acercaban a pedirle ayuda u orientación; ante ellos era muy atento a los detalles que le referían y era preciso y claro cuando aconsejaba.
Es evidente que la novela denuncia a la sociedad capitalista: la proyección que hace el escritor sobre ese futuro indeseable revela una verdadera preocupación por el destino de la humanidad.
Por eso, cuando sucede la Revolución bolchevique (1917), entrevistar a Lenin se convierte en una prioridad. Para entonces, Rusia vivía tiempos cruciales.
La Revolución enfrentaba una cruenta guerra civil; los defensores del sistema “democrático” burgués —llamados hoy eufemísticamente “oposición”— se defendían con las armas y —para variar un poco con la trama— con la escasez de alimentos y el sabotaje del servicio de trenes, de correos y de muchos servicios públicos.
Desde luego, para la prensa de los países del oeste de Europa, la culpa era, absolutamente, del régimen bolchevique (¿le suena conocido?), aunque varios países, entre ellos Inglaterra, apoyaron abiertamente a la contrarrevolución.
Este es el momento en que Wells llega a Rusia por intermediación de Máximo Gorki. Trotski cuenta que Lenin no estaba muy entusiasmado. Con los problemas descritos y el compromiso del revolucionario, Lenin tenía poco tiempo, así que Wells hubo de esperar, predisponiéndolo, pues sentía que era la obligación del jefe soviético dejar todo y darle prioridad.
Quien se haya acercado a la obra de Lenin podrá confirmar que en sus textos hay pensamiento agudo y análisis asiduo, que su labor revolucionaria comenzó por muchísimas horas de estudio y que sus razonamientos no eran de simple política electoral.
Wells no quedó impresionado con los razonamientos de Lenin. Al contrario, lo halló menos portentoso de lo que esperaba; y su lastimosa decepción comenzó por su aspecto físico: lo describió como un hombre pequeño (“sus pies colgaban de la silla como un niño”) y lo encontró moreno.
Desde el punto de vista físico, la figura de Lenin no corresponde con la descripción hecha por este escritor; era más bien un hombre de estatura media, nunca pequeña, quizá más alto que el común, y de un rubio rojizo.
¿No revela esta descripción imprecisa un desembarazado menosprecio por la fisonomía que no corresponde con la del clásico europeo de raza aria y que esa descripción no europea era, según los pensadores como Wells, una señal de pertenecer a un rango inferior? Además de resultar intrascendente esta descripción, Wells se muestra, por él mismo y tácitamente, como un gigante.
Luego, el escritor se queja por no haber encontrado al Lenin aconsejador que le habían descrito, sino a un hombre circunspecto, mesurado y poco expresivo en su semblante. Lo que no supo es que, desde los primeros instantes, Lenin se sintió ofuscado por la soberbia de este personaje.
Muchos afirman que Lenin era un paciente educador con los obreros y los campesinos que se le acercaban a pedirle ayuda u orientación; ante ellos era muy atento a los detalles que le referían y era preciso y claro cuando aconsejaba.
Fuera de estos fines, Lenin prefería el silencio; si el foro no le demandaba una perorata, evadía polémicas absurdas, por muy provocadores que fueran sus interlocutores. Wells nunca ocultó que sus intenciones para hablar con el líder bolchevique eran “aconsejarlo”.
Se entiende que Wells se sentía más experimentado en esos temas que Lenin, aunque los acercamientos del primero en política fueran apenas significativos comparados con los avances del segundo.
El inglés era fabiano, una corriente política que buscaba el reformismo y creía que, a largo plazo, el cambio se podría dar, pero dentro del propio capitalismo, y que no había necesidad de romper con él. Era, pues, un escéptico de la revolución.
El partido laborista inglés se inspiraba en este fabianismo. De esto, Wells increpó a Lenin, pero, desde luego, las posiciones del revolucionario eran superiores, no sólo por sus conocimientos en economía y en política, sino porque su receptividad y agudeza estaban hechas en la lucha diaria, aunque nuestro escritor pareciera no advertirlo.
Wells creía que ese viraje a la equidad social era posible con la educación de la sociedad entera, incluidos los nobles, burgueses y proletarios, pero no dice quiénes deben ser los responsables de tal labor.
¿Quién debería jugar semejante papel civilizador de la sociedad completa? ¿Los ilustrados fabianos? No parece quedar claro. Lenin oyó sus argumentos y no pudo evitar romper con ese silencio cortés y se vio obligado a manifestar de forma contundente sus posiciones al respecto: declaró que el capitalismo es incurablemente voraz y es imposible negociar con él. Ante esto, el letrado confesaría: “Para mí era muy difícil discutir con él”.
La postura de Wells es la misma que tiene la burguesía de hoy: menosprecia la titánica labor en política del líder bolchevique. Pero Lenin es el intelectual más importante del siglo XX, justamente por la trascendencia de su labor, aunque los fabianos contemporáneos lo oculten con su obstinada pedantería.
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