MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

Nunca perder de vista la verdadera contradicción

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La lucha de clases ha constituido la única constante a lo largo de la historia desde la aparición de la propiedad privada. Durante todas las épocas posteriores al “Estado de naturaleza”, como ingeniosamente le llamó la filosofía política del siglo XVIII, o del comunismo primitivo, como más propiamente le nombró el materialismo histórico, la sociedad se ha dividido en dos clases producto del papel que desempeña el individuo en las relaciones de producción. La posición de clase no depende de una cuestión subjetiva; no surge de la decisión personal sino del papel que ocupa el hombre en el engranaje económico en una época determinada. Así pues, en las civilizaciones esclavistas de la antigüedad, los esclavos se sabían esclavos por el peso de sus cadenas, por el hecho de no pertenecerse ni a sí mismos, siendo conscientes del papel de herramienta que representaban para sus amos y dueños. En la época feudal, cuya síntesis se encuentra en la Edad Media, el siervo sabía que sólo en la medida que trabajara para el amo podría garantizar el alimento diario, que dependía enteramente del pedazo de tierra que cultivaba una vez que le hubiese entregado al terrateniente el producto de la tierra que a él pertenecía. En la actualidad la división continúa existiendo, a pesar de que penosamente se le intente cubrir con discursos igualitarios y adormecedores que frente a la práctica pierden toda validez. Por un lado, están los trabajadores que necesitan su fuerza de trabajo para sobrevivir, y por la que a cambio reciben un salario y, por otro, los poseedores de los medios, de las herramientas de producción, aquellos que compran esta mercancía y la pagan al precio que les permita quedarse con una parte de esa fuerza de trabajo sin remuneración alguna a su poseedor. A este robo encubierto Marx lo llamó plusvalía.

Ahora bien, ¿en qué radica la diferencia de nuestra época con las precedentes? Precisamente en que ahora la lucha de clases se encuentra encubierta, los asalariados no son conscientes de su condición de explotados porque las cadenas no se hallan al descubierto, sino ocultas bajo un ropaje de igualdad que existe sólo en la forma pero que en el contenido queda nulificado. Los trabajadores se encuentran divididos por un sinfín de ficticias luchas que los dividen internamente. El capitalismo se ha encargado de reproducir estas divisiones artificiales que ocultan la contradicción radical y esencial que determina el funcionamiento de la sociedad. Así, hemos presenciado luchas sanguinarias a lo largo de todo el siglo pasado y el presente en las que hombres de una misma condición social se enfrentaban a otros de su propia clase defendiendo intereses aparentemente patrióticos, pero que respondían a luchas veladas de los grandes poseedores de la riqueza por conquistar mercados. El siglo XX fue particularmente fecundo en incentivar las divisiones raciales que hicieron parecer por un momento que el color de piel definía la contradicción antagónica de una sociedad. Las luchas de género ocupan hoy un lugar preponderante en la discusión social, en la agenda mediática y la preocupación del gran público, y atraen los reflectores. Sin embargo, ¿ha cambiado en algo la suerte de los millones de trabajadores después de todas estas luchas sanguinarias y desgarradoras? ¿Es que después de dos guerras mundiales y, sobre todo, después de derrocar al fascismo, los trabajadores en el mundo viven mejor que hace cincuenta o cien años? ¿Los negros pobres de Norteamérica son ahora más felices después de hacer presidente a un hombre de su raza? ¿La condición de la mujer cambió al ver en los altos puestos públicos a representantes de su género como Margaret Thatcher, Angela Merkel o Hillary Clinton?

No, la rueda de la historia sigue girando esencialmente igual que hace cien o doscientos años. El capital puede aceptar cambios de apariencia: color, género, religión o raza; lo que nunca permitirá, de grado, es un cambio de clase en el poder. Hoy en nuestros días la distracción, la nueva forma de la contradicción radica en la diversidad de partidos políticos. Cada tantos años al pueblo se le da la oportunidad de elegir “qué miembros de la clase opresora han de representarlos y aplastarlos”; el entusiasmo de las masas se desborda por defender algún color; se visten de rojo, amarillo, azul o guinda mientras que los dueños de la riqueza, viendo cómo se destrozan los trabajadores entre ellos mismos, se desternillan de risa desde cúspides inalcanzables para el hombre común. Esta lucha estéril deja, después de realizada, estragos profundamente dañinos en el seno del pueblo; los odios quedan revitalizados, el furor desfogado y las ansias de transformación nulificadas. ¿Y qué gana a cambio el trabajador, el hombre común, el explotado de siempre? A lo sumo, esperanza, misma que se difuminará a los pocos años cuando observe que el sentido de la vida es el mismo; cuando descubra que todo lo que se le prometió era vil verborrea; cuando la realidad le haga patente que nada en su vida ha cambiado y que ahora simplemente será sometido por un hombre o un partido distintos.

Así ha girado la rueda por siglos y, sin embargo, en la esencia del sistema, todo sigue igual. ¿Cuál es la razón? La verdadera contradicción no ha salido a la luz, continúa oculta, intencionalmente velada por quienes quieren que el mundo siga siendo el mismo. Es nuestra tarea romper el velo, desgarrar las vestiduras aparentemente inmaculadas pero que ocultan a un sistema sanguinario, putrefacto y asesino; gritar a los cuatro vientos a quien pueda escucharnos, que la verdadera y antagónica diferencia sigue intacta; que lo que une a un pueblo, ese lazo de fraternidad e igualdad que ahora nos venden como fantasía, existe en el seno de los trabajadores y es su condición de clase. No importan patria, color, raza o género; lo que debe unificar las fuerzas de los trabajadores es su condición perpetua de explotados, de asalariados, vivan en niveles de pobreza soportables o no. Nos quieren divididos porque así somos débiles, frágiles y fácilmente manipulados. Nuestro país, como el mundo, reclama unidad de clase, consciencia de clase y acción de clase. Formar nuestro propio partido, de corazón proletario, no es utopía, sino realidad. Ya sabemos que México necesita una transformación, una verdadera revolución, y los desengaños han sido suficientes como para que ahora nos aglutinemos bajo un nuevo ideal, libre de máscaras y divisiones, que ponga sobre la mesa la única y verdadera arma de transformación: la organización consciente y fraterna de los explotados que desentierre el hacha de guerra por años arrumbada, y la haga valer de forma efectiva constituyéndose en un partido de clase, verdaderamente proletario. Hay que desmentir la ficción en la que se desea creer y poner los hechos tal cual son, sólo así conseguiremos un cambio verdadero.

 

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