Desde la Segunda Guerra Mundial, el militarismo norteamericano, en sus aspectos bélico y tecnológico-industrial, nunca tuvo tregua, pero, en la coyuntura actual, se intensifica peligrosamente y demanda nuevas estrategias con importantes implicaciones para el resto del mundo.
Esta coyuntura es la agudización en la confrontación con Rusia en el ámbito militar y con China en el económico, contrario a la proyección de superioridad absoluta que se proyecta en los medios dominantes, Estados Unidos (EE. UU.) no tiene la victoria asegurada en los conflictos específicos en que se manifiesta su rivalidad con estas dos naciones.
Algunos ejemplos de esto los provee David P. Goldman, un ferviente defensor del imperialismo estadounidense que llama a la élite norteamericana a hacer un análisis realista de la situación actual. Con respecto a la guerra en Ucrania, Goldman reconoce que hay un desfase entre la cobertura de los medios occidentales y la realidad: los efectos de las sanciones económicas no han sido de la magnitud esperada (y en algunos casos han tenido el sentido contrario); Rusia ha tomado ciudades clave (como Mariupol y Severodonetsk) con el uso de artillería masiva con la que Ucrania no puede competir, ni siquiera con la máxima ayuda de EE. UU.[1]
Acerca del conflicto entre China y Taiwán-Estados Unidos se documenta la superioridad de China en cuanto a misiles (capaz de neutralizar los portaaviones norteamericanos), además de un arsenal de “sesenta submarinos, mil aviones interceptores y 1,300 misiles de medio y largo alcance,” lo que limita la capacidad militar área de EE. UU. quienes, a pesar de tener los aviones militares más modernos, cuenta con solo dos bases aéreas en las inmediaciones del posible conflicto. Estos ejemplos ilustran que ni la guerra proxy con Rusia que se desempeña en Ucrania, ni un posible conflicto contra China por Taiwán, daría como resultado una victoria clara y definitiva para EE. UU. Por consiguiente, la única alternativa por el momento, argumentan los llamados realistas (desde Henry Kissinger hasta el historiador Neil Ferguson) es una solución negociada con Rusia y evitar escalar las tensiones con China. Esto, o acercarse peligrosamente a la guerra nuclear.
Esta salida negociada -que durante la guerra fría se llamó deténte- no se presenta como el abandono definitivo del conflicto, como la renuncia de EE. UU. a la hegemonía global: se trataría solo de buscar un respiro durante el cual EE. UU. debería hacer un esfuerzo masivo en el terreno tecnológico y militar para, una vez superadas las desventajas estratégicas clave, dar el zarpazo definitivo. Esto mismo, argumentan los realistas, sucedió durante la guerra fría. En ese entonces, bajo la fachada de la deténte, EE. UU. se embarcó en uno de los esfuerzos tecnológicos y militares más grandes de la historia, lo que se puede ver, entre otras cosas, en que el gasto federal en I+D para defensa alcanzó el 0.8 por ciento del PIB, el máximo histórico. Como resultado, EE. UU., con el uso de la computación más moderna en ese entonces, desarrolló sistemas de misiles y aviones que lo volvieron a colocar como los amos del aire, tras décadas de paridad o incluso inferioridad con respecto a la URSS; en el proceso, también obligó a la URSS a canalizar ingentes cantidades de recursos al sector militar a despecho del resto de la economía. Este giro fue clave para el desenlace de la Guerra Fría.
Hoy, no es claro que se avecine una nueva deténte con Rusia y China; pero sí lo son los esfuerzos masivos por parte del estado y el complejo-militar industrial para aceitar y modernizar a la máquina de guerra norteamericana. Todos los discursos y eslóganes que enfatizan la importancia de lo hecho en América, aumentar la resiliencia de las cadenas globales de suministros norteamericanas, la batalla por la producción de microchips y semiconductores, entre otros, deben entenderse como parte de la estrategia de Washington por conquistar superioridad definitiva en los aspectos tecnológicos y militares estratégicos para los conflictos actuales y los que se avecinan. Un ejemplo palpable de esto es que la política industrial, término que se convirtió en mala palabra en los ochenta del siglo pasado por considerarse antagónica al libre comercio, vuelve al discurso y a las acciones del gobierno actual. Por poner un ejemplo, recientemente, el Senado aprobó un paquete de 280 mil millones de dólares de política industrial dedicada a los sectores de tecnología de punta, en el contexto de la creciente rivalidad con China. Esto incluye subsidios y exenciones de impuestos millonarios para empresas tecnológicas, así como el proyecto de creación de 20 hubs tecnológicos regionales. Y esto es solo lo que se vuelve público: los planes estrictamente militares son una caja negra inaccesible para la mayoría.
Pero este relanzamiento tecnológico-militar en Estados unidos (y otros países europeos) tiene importantes implicaciones para la periferia del capitalismo mundial y para México en particular. En términos generales, estos esfuerzos gigantescos en ciencia y tecnología tienden a agravar aún más la enorme brecha entre las capacidades tecnológicas y militares de los países ricos con respecto a los países pobres; en ausencia de iniciativas similares por parte de los gobiernos de los países subdesarrollados -que, en muchos casos son imposibles- la tendencia es hacia el agravamiento de la dependencia tecnológica entre países.
Hay un aspecto adicional; en contraste con periodos de militarismo anteriores, este esfuerzo no puede tener ahora un carácter estrictamente nacional. Detrás de la retórica del hecho en América está la realidad inobjetable de que este esfuerzo no puede ser exitoso si no aprovecha los menores costos que ofrecen los países periféricos para ciertas etapas de los procesos productivos. En el discurso ya citado sobre política industrial, esto se hace explícito.
“Necesitamos trabajar con nuestros aliados y socios. No es posible ni recomendable relocalizar todas las cadenas de suministro a Estados Unidos; es esencial que formemos sociedadescon los aliados que promuevan el acceso más estable a insumos clave al tiempo que mejoran la sustentabilidad ambiental y los derechos de los trabajadores (énfasis puesto por el autor, JL)”
Es claro que, uno de esos aliados, clave por su localización geográfica, el costo de su fuerza de trabajo, y la enorme integración que ya existe entre ambas economías, es México. El papel fundamental que desempeña nuestro país para la industria militar norteamericana se hizo evidente, quizás por primera vez, durante el primer confinamiento por el Covid-19 en la primera mitad del 2020. Como todo lo relacionado con la industria militar, es extremadamente difícil conocer la magnitud de esta relación: en las estadísticas oficiales, la producción de armamento bélico está agregada en categorías más amplias como equipo de transporte, maquinaria y equipo, productos metálicos, entre otros. Pero la respuesta del gobierno norteamericano ante el cierre de actividades en muchos centros fabriles en México sacó a la luz la existencia de esa relación.
En esa ocasión, el Pentágono y Washington presionaron para que el Gobierno mexicano declarara estas fábricas actividades esenciales y, por lo tanto, exentas del paro de labores por la emergencia sanitaria; pronto esto se volvió innecesario con la declaración de una nueva normalidad por Hugo López-Gatell y AMLO.
En ese contexto, se habló, por ejemplo, de la relación entre el boom del sector aeroespacial mexicano y la industria militar y de defensa estadounidense; en ese entonces el Departamento de Defensa declaró: "Miles de mexicanos trabajan día a día en la industria aeroespacial no solo para alimentar líneas aéreas comerciales, sino para sostener los intereses estratégicos de Washington en sitios como el Medio Oriente, los Balcanes o Asia (Clarín, 24/05/2020)".
Además de esto, se reveló a al público la dimensión en que los gigantes armamentísticas de EE.UU. abrían subsidiarias y subcontrataban parte de la producción en México, de tal forma que, de acuerdo con Luis Lizano, presidente de la Federación Mexicana de la Industria Aeroespacial (FEMIA) México estaba, antes de la pandemia, en el top 10 de proveedores del sector aeroespacial y de defensa de Estados Unidos .
Estos factores apuntan a que México aumentará su integración y colaboración con la industria de EE. UU. en general, y la militar en particular. La élite política, mediática e intelectual de México celebra esto como una gran oportunidad, porque ¿qué podría ser mejor que, sin hacer nada, nos caigan del cielo millones en inversiones en sectores de alta tecnología y de exportación? No se dan cuenta que, así como Washington no se tentó el corazón para hacer que México reabriera sus fábricas con el costo de miles de vidas humanas, no lo hará para nada que ponga en riesgo su seguridad nacional, es decir, los intereses del complejo militar-industrial y del capital financiero que gobiernan Estados Unidos. Lo que se viene, pues, es una mayor subordinación a la estrategia imperialista de Washington y una creciente brecha en capacidades científicas y tecnológicas.
Si a esto sumamos el desastre total que un escalamiento en el conflicto de con Rusia y China tendría para todo el mundo, sobran los elementos para que los mexicanos se opongan a seguir haciendo de nuestra economía un apéndice de la máquina de guerra norteamericana.
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