Ya ni me acordaba de que existía la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). En sexenios anteriores, de vez en cuando, se pronunciaba y emitía recomendaciones para defender a los ciudadanos de los excesos del poder, y con ello completaba, de alguna manera, la labor que debían realizar los órganos responsables de impartir justicia y, a veces, también, hasta eran públicas sus recomendaciones. Mentiría si dijera aquí que su intervención era decisiva, que servía, como dijo El Quijote, para “desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables”, pero algo, algo servía y algún temor le tenían los gobernantes a salir en los medios de comunicación denunciados como violadores de los llamados derechos humanos.
En fin, ya ni en el mundo la hacía, cuando de repente, su presidenta, por parte de la Cuarta Transformación, Rosario Piedra Ibarra, se pronuncia en defensa de los derechos humanos del presidente Andrés Manuel López Obrador para imponer reformas electorales a los ciudadanos, atropellando flagrantemente a la mayoría de los integrantes del Consejo Consultivo de la propia CNDH. Eso se llama abuso de poder. ¿A quién acudir ahora para que defienda los derechos humanos de los mexicanos agredidos impunemente por la propia presidenta de la Comisión de los Derechos Humanos? Bien se ve que, para los funcionarios de la 4T, la máxima autoridad, no es la ley ni la constitución que mucho les estorban, sino la voluntad y la palabra de López Obrador a quien todos se aprestan a obedecer y a servir diligentemente.
Sumó, decidida y sinceramente, mis modestos esfuerzos a la campaña en defensa del Instituto Nacional Electoral, el INE. Estoy de acuerdo con quienes sostienen que el organismo ha cumplido con su función y, hasta donde la ley en vigor lo permite, ha organizado y culminado elecciones pacíficamente, sin grandes manifestaciones de inconformidad ni públicas ni legales. Pero sería una mentira y un engaño al pueblo dejar de decir que la democracia mexicana tiene graves limitaciones, que el pueblo llano, el que trabaja y se gana la vida con el sudor de su frente, tiene pocas o ninguna posibilidad de ocupar puestos de poder bajo el régimen legal actual.
En efecto, para nadie es un secreto que sólo son los hombres y las mujeres del poder y, más particularmente, los de los más altos puestos públicos, quienes están expuestos a la vista del electorado, son los que tienen acceso diario a los grandes medios de comunicación. Esta presencia permanente que, no pocas veces, está alimentada con aportaciones en metálico ya que muchos gobiernos celebran cuantiosos convenios legales de publicidad con los medios, es la que los vuelve candidatos naturales, evidentes, para presentarse a las elecciones. Sin olvidar, por supuesto, que hasta el propio mandatario federal se ocupa de anunciarlos como candidatos. La ventaja, pues, la asimetría del tamaño de su propaganda con la de los millones de trabajadores que nunca aparecen ni aparecerán exhibiendo su inteligencia y sus talentos en los medios de comunicación ni en boca del presidente, es monstruosa. Nadie en su sano juicio se atrevería a decir que cuentan con “piso parejo”. Esta aberración no se comenta ni se analiza, mucho menos se denuncia, pasa en nuestra democracia realmente existente, como un aspecto irrelevante que no le hace mella a su lustre y a sus rasgos vanguardistas. Pero es incuestionablemente cierta.
¿Qué más? Que no conformes con esta abrumadora ventaja que otorga el ejercicio del poder para permanecer en el poder como élite privilegiada, echan mano de los recursos del erario o de sus fortunas privadas, o de ambos, para anunciarse en bardas, espectaculares y en cualquier superficie visible, con el fin de inyectar su nombre en los electores. Nadie en nuestra democracia tiene el poder real ni legal para prohibirlo. Todos los que circulan a sus labores diarias por calles y carreteras, son ya testigos de que por esta época, cuando faltan todavía casi dos años para la celebración de las elecciones federales, ya abundan los anuncios con los nombres de los políticos que pretenden ser candidatos a presidente o presidenta de la república y a otros cargos menores; pagan para que se escriba su nombre completo o alguna ocurrencia que subliminalmente se le fije en la mente al futuro elector. ¿Qué trabajador, pequeño empresario, profesionista modesto o sencillo empleado, puede tener a su disposición los inmensos recursos económicos para mandar a pintar decenas de miles de letreros en todo el país con su nombre?
Y no menos importante, mientras que la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos, en su artículo 35, establece que “son derechos de la ciudadanía: votar en las elecciones populares… (y) poder ser votada en condiciones de paridad para todos los cargos de elección popular”, es decir, mientras que con una mano se otorga un derecho al parecer inalienable, con la otra mano se le quita, ya que a renglón seguido, añade: “el derecho de solicitar el registro de candidatos y candidatas ante la autoridad electoral corresponde a los partidos políticos”, que, como bien se sabe, en la práctica, son un paso por las Horcas Caudinas. Dejo fuera por irrelevantes las candidaturas independientes que son alternativas de consolación que tienen muy poco poder competitivo.
Y a todas estas limitaciones de nuestra democracia realmente existente, López Obrador se ha empeñado en agregarles todavía más limitaciones y controles para centralizar más el poder y estar en posibilidades de conservarlo. El adobo que lleva la reforma que él promueve, se esconde como más democracia y más barata, pero es una rueda de molino con la que los mexicanos no deben comulgar.
La reforma democrática que patrocina desde el poder, pretende la eliminación o la reducción del financiamiento público a partidos políticos que, en las circunstancias actuales, ahondaría la brecha entre los que tienen o pueden conseguir financiamiento para participar en política y pagar una elección y los que simplemente viven de su trabajo; ahora, si prospera la reforma, la ley protegería todavía más la eternización de las élites adineradas en el poder. La reforma propuesta quiere también el achicamiento de los órganos de deliberación y representación, empezando por el propio Congreso, lo cual pretende facilitar su control, o sea, con menos representantes, sería más fácil colocar incondicionales y más fácil controlarlos o comprarlos.
La reforma del presidente contempla también la elección popular de autoridades electorales y se anuncia también como más democracia pero, si se le retira esta facultad al Congreso en el que de alguna manera se reflexiona y se negocia para lograr cierta pluralidad y se reduce a otra conquista de bloques políticos apoyados desde el poder ejecutivo, las elecciones serán, no más democráticas y más limpias, sino más controladas por el partido del presidente. Los mismos esfuerzos de centralización y control, asoman la cola con la propuesta de desaparición de los órganos electorales locales y los recortes de personal y recursos al INE.
Finalmente, no debe pasarse por alto que este achicamiento de la representación popular, esta navaja adentro del pan, se corresponde, ce por be, con la concepción y la práctica política de Andrés Manuel López Obrador y sus seguidores, en el sentido de que el pueblo está exclusivamente para aceptar y agradecer las dádivas que graciosamente se le otorguen desde el poder público. Las ambiciones de este temible grupo político exigen un pueblo sumiso y resignado. La dictadura acecha a los mexicanos. Está en desarrollo, no ha madurado todavía, hay posibilidades de detenerla. Por eso, el INE debe ser defendido enérgicamente y, al mismo tiempo, luchar a brazo partido por la educación política, la organización y la activa participación del pueblo en la vida nacional.
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