Para Marx, la razón de que la sociedad se mueva a través del tiempo es la pugna entre dos clases antagónicas; la superación de una sobre la otra establece un nuevo orden social; incluso, el desarrollo de aquella sociedad depende de esta lucha, de este sometimiento, dicho en otras palabras, el esplendor de una civilización se debe a la explotación de una clase sobre la otra.
La clase triunfadora establece las condiciones que le son favorables en el terreno ideológico (donde halla justificación teórica de su estatus quo) y, desde luego, político, para que su dominio económico persista invariablemente.
Por lo tanto, el Estado no puede ser neutral, por el contrario, es un elemento indispensable para la explotación. En el Manifiesto Comunista, Marx y Engels explican que “el gobierno del Estado no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa”. Esto confirma una amarga verdad que ya sostenían los ilustrados franceses del siglo XVIII: una democracia auténtica exige el antecedente de tener equidad económica; una sociedad desigual genera condiciones de pugna constante, de inestabilidad social.
En nuestros tiempos, como se sabe, el capital tiende a concentrarse en pocas manos, esto se debe a la competencia entre los propios dueños del capital -los capitalistas- y en parte porque el desarrollo tecnológico y el aumento de la división del trabajo fomentan formación de unidades de producción más grandes a expensas de las más pequeñas. Esto trae como consecuencia ineluctable la creación de una oligarquía mundial poderosa; pensar que sus intereses permanezcan al margen de las grandes decisiones políticas es un contrasentido.
Al respecto parece estar de acuerdo Albert Einstein cuando dice que “(…) los miembros de los cuerpos legislativos son seleccionados por los partidos políticos, financiados en gran parte o influidos de otra manera por los capitalistas privados quienes, para todos los propósitos prácticos, separan al electorado de la legislatura. La consecuencia es que los representantes del pueblo de hecho no protegen suficientemente los intereses de los grupos no privilegiados de la población”.
En suma, la clase política de nuestras democracias no tienen por qué sentir responsabilidad con las clases populares, lejos de ello, y retomando el argumento marxista del Estado, éste sirve, en última instancia para sofocar cualquier insurrección que ponga en peligro su hegemonía en el poder. No obstante, el Estado democrático burgués no debe mantener una política abierta de represión, requiere de la inteligencia política para poder someter, de no ser así, estaría cavando su propia tumba. La política social tiene que ser un atenuante de la contradicción social: otorgar mendrugos de la riqueza a los miserables para no perder el poder político completo.
Lo dicho contraviene abiertamente a la filosofía política burguesa que considera todo lo contrario: el Estado es un árbitro que se encuentra por encima de las pugnas sociales, que busca conciliar y procurar el bienestar para toda la población. Este discurso lo suscriben todos los políticos de nuestros tiempos; porque decir lo opuesto les restaría votos electorales. Sin embargo, los hechos son más elocuentes que las palabras. Cuando existe intolerancia y censura hacia las peticiones populares justificadas, cuando hay, por parte de los gobernantes, calumnia, censura o actos coercitivos de violencia y acoso sobre individuos u organizaciones que buscan mayor equidad social, la clase política desnuda su verdadera alma clasista.
La represión es permanente, a veces de forma velada y otras veces de manera más franca, todo depende del ambiente político que predomine en ese momento. Sin embargo, ningún acto de represión puede ser definitivo porque la contradicción de clase, siguiendo a Marx, es el sostén del desarrollo del modo de producción vigente.
A veces, como lo demuestra la historia, la represión hacia grupos opuestos a la injusticia social hace que estos últimos se fortalezcan desde el punto de vista cuantitativo y también moral, porque la injusticia, que es algo común para todos los sectores de la sociedad explotada, les despierta identidad y buscan la adhesión a esos entes políticos.
Reprimir es una navaja de doble filo, para el gobierno. Las clases menos favorecidas deben enfrentar los actos de represión no de forma aislada, diseminada o esparcida, no. Su lucha debe ser tan organizada como consciente porque no es ninguna exageración pensar que la represión puede ser una antesala de un cambio político más profundo.
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