Desde siempre, los rarámuris, habitantes de la Sierra Tarahumara, en la zona serrana del estado de Chihuahua, han pedido de muchas formas ser visibles, que sea atendida su problemática ante las inclemencias del tiempo, de la pobreza en la que viven y ahora se suma la terrible situación de inseguridad. Esta zona vive una crisis que reclama urgente atención: el incremento de la inseguridad ha puesto en riesgo vidas, tierras, cultura y futuro.
La migración forzada implica dejar atrás no sólo hogares, sino también tierras sagradas, un modo de vida que ha estado ligado a la madre naturaleza por generaciones.
Los datos oficiales emitidos por la Secretaría de Seguridad del Estado de Chihuahua (aunque seguramente maquillados) son duros, pero se tienen que decir para poder dimensionar el problema.
Durante el primer cuatrimestre de 2025 la entidad registró 845 carpetas de investigación por delitos del fuero federal, un aumento de 31.8 % respecto al mismo periodo de 2022.

En la región serrana, específicamente, municipios como Guachochi y Guadalupe y Calvo presentaron 151 homicidios dolosos al cierre de 2024, el nivel más alto desde 2019. Esta terrible situación ha provocado que más de 300 indígenas rarámuri hayan sido desplazados por la violencia en la zona.
Las consecuencias sociales son profundas: las comunidades rarámuri se ven obligadas a migrar, no en busca sólo de mejores oportunidades, sino para salvaguardar su vida y la de sus familias. Esta migración forzada implica dejar atrás no sólo hogares, sino también tierras sagradas, un modo de vida que ha estado ligado a la madre naturaleza por generaciones.

El abandono de la cultura propia, la lengua, las tradiciones, la relación respetuosa con el bosque, se convierte en una triste consecuencia de la violencia. Cuando las familias huyen, sus hijos e hijas pierden no sólo la cercanía con la tierra, sino también la posibilidad de crecer en libertad, sin miedo.
Y si hablamos del impacto económico, también la situación es muy triste: la inseguridad frena la producción agrícola y ganadera de la sierra, genera desconfianza en el turismo rural, una de sus principales fuentes de ingreso, y desincentiva la inversión en infraestructura básica, condenándolos a la asistencia social y política.

Las familias desplazadas suelen llegar a ciudades como Parral, Cuauhtémoc, Delicias, Chihuahua o Ciudad Juárez sin redes de apoyo, con pocas oportunidades, obligadas a emplearse en empleos informales, muchas veces sin garantía de derechos laborales ni sociales, o ver en los semáforos su fuente de ingresos.
La cultura rarámuri, que hasta hace algunos años podía caminar por sus senderos sin temor, hoy se ve acosada por el miedo. Las comunidades que antes se ocultaban entre las barrancas para preservar su identidad ahora se enfrentan al acecho permanente de la inseguridad.

Son historias de familias que ya no pueden salir a trabajar como antes, de niños que ya no corren libres, de mujeres que prefieren no cocinar en su patio por temor a ser blanco de la violencia. Esta es la realidad que se vive y que los gobiernos y sus políticos no quieren o se niegan a ver.
La política de seguridad ha sido señalada como faltante o fallida desde siempre, pero el problema se acentuó desde 2018, cuando el modelo de combate a las organizaciones criminales se modificó y, en algunos casos, se optó por no hacerles frente de manera frontal.

Esa decisión de “abrazos no balazos” tiene efectos palpables en la Sierra Tarahumara, como en todo el país; el Estado parece ceder espacios al crimen, las comunidades quedan desprotegidas y la autoridad debilitada. Cuando el marco de seguridad no garantiza la paz, la población queda a merced de los que imponen el miedo.
Hoy la sociedad civil hace un llamado urgente a las autoridades del estado de Chihuahua y al Gobierno Federal para que la paz sea garantizada, no sólo como eslogan, sino como realidad palpable en cada ranchería y cada comunidad de la sierra.

Las familias serranas piden que se resuelva esta terrible situación, que se revierta el éxodo forzado, que sus hijos e hijas puedan volver a salir sin temor, a jugar en sus patios, a caminar cerca del río, a vivir como los suyos vivieron durante siglos.
Las familias rarámuri ya están cansadas de que su reclamo no sea atendido, de que su voz no sea escuchada. Ya no están dispuestos sólo a ser parte de las fotos oficiales, de ser el eslogan de ningún gobierno; ellos son tan mexicanos como cualquiera y merecen respeto y atención urgente.
Hoy su grito de justicia social y de pedir que regrese la paz a la región debe ser el llamado que todos debemos exigir; esa debe ser la tarea de las autoridades, pero mientras eso pase, seguiremos denunciando esta realidad inhumana desde nuestra trinchera.
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