La entrega anual del Presupuesto de Egresos de la Federación (PEF) al Congreso de la Unión debería ser un momento clave para la transformación del país. En teoría, se trata de una herramienta estratégica para combatir las desigualdades, garantizar el acceso a derechos básicos y promover el desarrollo social.
Sin embargo, en la práctica, el PEF no es más que un espejo de las prioridades gubernamentales, y el de 2025 no es la excepción: refleja una preocupante desconexión entre los discursos de campaña y las verdaderas necesidades de la población.
El Presupuesto de Egresos de la Federación no es más que un reflejo de las prioridades gubernamentales, mostrando desconexión entre los discursos de campaña y las verdaderas necesidades de la población.
Los recortes al presupuesto de sectores clave son alarmantes. Salud pierde un 34 %, educación un 1.5 %, infraestructura un 12.7 %, energía un 20.9 %, y los programas agrícolas destinados a pequeños productores siguen siendo insuficientes.
La lista es extensa y dolorosa, especialmente cuando consideramos que estas áreas no solo son esenciales para garantizar condiciones de vida dignas, sino que son pilares fundamentales para el desarrollo económico y social de cualquier nación.
Mientras tanto, los programas sociales de transferencias monetarias reciben un incremento del 4 %. Si bien estas ayudas han demostrado ser útiles para paliar la pobreza de forma temporal, no resuelven las causas estructurales de las carencias. Al contrario, perpetúan una lógica asistencialista que deja a millones de mexicanos atrapados en un círculo de dependencia, sin la posibilidad de acceder a oportunidades reales de progreso.
En el México real, 12 millones de personas no tienen acceso a agua potable constante, más de cincuenta millones carecen de servicios de salud, y millones de familias viven en viviendas precarias o sin acceso a energía eléctrica. Estas cifras no sólo son vergonzosas, sino inaceptables en un país que presume estabilidad macroeconómica y un crecimiento constante en los ingresos fiscales.
Además, el transporte público, un pilar para la movilidad y el desarrollo urbano, reprueba en casi todas las capitales del país, mientras que las calles sin pavimentar y la falta de drenaje en el 88 % de las localidades rurales dejan en claro que el progreso no ha llegado a la mayoría de los rincones de México.
Estas condiciones, que deberían ser inaceptables en pleno siglo XXI, reflejan una desigualdad estructural que no se resolverá con programas de asistencia económica ni con discursos vacíos.
Uno de los puntos más decepcionantes es el manejo de programas como la llamada “República Rural Justa y Soberana”, que busca la soberanía alimentaria. A pesar de ser un estandarte en los discursos de campaña, a la hora de asignar presupuesto, los montos destinados siguen a la baja. Los pequeños y medianos productores, quienes son la base de la alimentación nacional, permanecen en el abandono, enfrentando incertidumbre y carencia de apoyo.
Un presupuesto verdaderamente comprometido con el desarrollo debe priorizar las necesidades básicas de la población: acceso a agua potable, vivienda digna, servicios de salud y educación, electricidad, drenaje y una infraestructura moderna y funcional. Estas inversiones no son un lujo, sino una necesidad básica para sentar las bases de un México justo y equitativo.
Sin embargo, los recursos no solo deben redistribuirse, sino utilizarse de manera eficiente y transparente. Países como China han demostrado que con una planeación adecuada y una fuerte inversión en infraestructura y servicios públicos, es posible superar grandes retos sociales y económicos. México debe mirar hacia estos ejemplos y adaptar soluciones a su propia realidad.
Este cambio no vendrá de los actuales tomadores de decisiones, cuyo interés parece estar más en mantener el poder que en transformar la nación. La clave está en la organización ciudadana. Los mexicanos debemos alzar la voz, exigir que el dinero público se destine a lo urgente y trabajar unidos para crear un futuro digno.
Organizarnos no sólo significa protestar, sino también participar activamente en la construcción de políticas públicas, demandar rendición de cuentas y proponer soluciones concretas que beneficien a todos.
México no puede seguir atrapado en la inercia de gobiernos que priorizan lo superfluo sobre lo esencial. Es hora de dar un golpe de timón y redirigir el rumbo hacia un país donde las condiciones de vida digna sean una realidad para todos, no un privilegio para unos pocos.
La indignación debe convertirse en acción. Porque más que nunca, México necesita de sus ciudadanos para alzar la voz y luchar por un presupuesto que esté al servicio del progreso y no de los intereses de unos cuantos.
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