En México, el sueño de contar con un techo propio se ha convertido en un lujo casi inalcanzable para la mayoría de la población. Durante 2024, el precio promedio de una vivienda alcanzó el millón 736 mil 349 pesos, con un aumento anual del 9.2 %; más del doble de la inflación general, que se ubicó en 4.2 %.
Desde 2021, el valor de la vivienda ha acumulado un crecimiento del 29 %, lo que evidencia una escalada que no deja espacio para la clase trabajadora ni para las nuevas generaciones.
La vivienda no es sólo un bien material; es un derecho humano fundamental reconocido por nuestra Constitución y por organismos internacionales.
Para dimensionar esta crisis, consideremos que el salario mínimo en 2025 es de apenas 8 mil 364 pesos mensuales. Esto significa que una persona necesitaría casi diecisiete años de ingresos íntegros para comprar una vivienda mediana, sin contar gastos básicos como alimentación o transporte.
Tal disparidad se agrava en ciudades clave: en Tijuana y Monterrey, los precios aumentaron hasta un 12.7 % y 10.9 % respectivamente, impulsados por la alta demanda en zonas industriales y turísticas. Además, la vivienda usada —que representa el 62.8 % de las transacciones— también se encareció un 8.9 % en 2024, reduciendo aún más las opciones.
La problemática se intensifica al observar el sistema de financiamiento para vivienda. Aunque el número de hipotecas aumentó un 11.4 % en 2024, el monto total otorgado cayó un 2.2 %, y el crédito promedio se redujo a 2.3 millones de pesos. Esto se traduce en que las instituciones públicas como Infonavit y Fovissste, a pesar de haber incrementado sus créditos en un 18.3 %, se concentran en viviendas medias y residenciales, dejando fuera a quienes tienen menores ingresos.
Por otro lado, la banca comercial ha disminuido su participación en el segmento de vivienda de interés social, enfocándose en perfiles con mayor capacidad de pago. El “ticket promedio” de las hipotecas se duplicó entre 2019 y 2024, mientras que el número de créditos se redujo a la mitad. Esto perpetúa un ciclo de desigualdad, dejando a jóvenes y trabajadores informales sin opciones viables.
La gestión del gobierno federal, encabezado por Morena, ha sido duramente criticada por no abordar de forma estructural el déficit habitacional, estimado en 12.5 millones de viviendas. En lugar de destinar recursos a programas que realmente solucionen la crisis de vivienda, se priorizan proyectos faraónicos como el Tren Maya o el Aeropuerto Felipe Ángeles, cuyas ventajas para las clases populares son cuestionables.
El Programa Nacional de Vivienda para el Bienestar, que prometió construir un millón de casas de bajo costo, enfrenta serias críticas por opacidad y subsidios mal dirigidos. Mientras tanto, los apoyos asistenciales —como las pensiones universales— ofrecen sólo alivios temporales, condicionando a la población a depender de programas sociales sin generar movilidad económica ni atacar las causas estructurales de la falta de vivienda.
La crisis de vivienda también muestra una marcada desigualdad geográfica. En Baja California Sur, los precios subieron un alarmante 17.6 % en 2023, y ciudades como La Paz y Los Cabos experimentaron alzas del 18 % y 17.1 % respectivamente.
Aunque en estados como Tlaxcala o Durango los precios por metro cuadrado son relativamente más bajos, la escasez de empleo en estas regiones limita la viabilidad de acceder a una vivienda digna. Incluso en la Ciudad de México, las alcaldías con precios “más accesibles”, como Tláhuac con 18 mil 743 por metro cuadrado, requieren ingresos muy superiores al salario mínimo.
Este encarecimiento tiene consecuencias devastadoras: los milenials y la generación Z se encuentran atrapados en un sistema en el que el 60 % de las transacciones corresponden a viviendas usadas y solo el 25 % de los créditos hipotecarios son menores a 712 mil 284 pesos. Mientras los precios de las viviendas aumentan un 9.2 % anual, los salarios apenas suben un 1.8 %, ampliando la brecha y dejando a toda una generación sin perspectivas de independencia y estabilidad.
Ante esta realidad, es urgente que nos unamos como sociedad para exigir un cambio real. No podemos permitir que el acceso a una vivienda digna siga siendo un privilegio para unos pocos mientras millones de mexicanos viven en condiciones precarias.
La vivienda no es sólo un bien material; es un derecho humano fundamental reconocido por nuestra Constitución y por organismos internacionales.
Es hora de organizarnos, alzar la voz y presionar a nuestras autoridades para que prioricen políticas públicas que aborden esta crisis. Necesitamos:
• Invertir en la construcción de vivienda asequible para las familias de menores ingresos.
• Regular el mercado inmobiliario para evitar especulaciones que encarezcan artificialmente los precios.
• Mejorar las opciones de financiación, especialmente para jóvenes y trabajadores informales.
• Garantizar infraestructura básica en todas las viviendas, incluyendo agua potable, drenaje y electricidad.
La crisis de vivienda en México no es un problema insuperable, pero tampoco se resolverá por sí sola. Requiere voluntad política, inversión estratégica y, sobre todo, la participación activa de la sociedad civil. Si nos unimos y organizamos, podemos exigir un cambio que priorice el bienestar de las personas sobre intereses políticos o económicos.
No podemos seguir esperando que el gobierno actúe por iniciativa propia. La historia juzgará si esta administración optó por el espectáculo político o por garantizar un derecho humano fundamental: el techo propio.
También seremos juzgados nosotros, como ciudadanos, por nuestro silencio o nuestra acción frente a esta injusticia. Es hora de luchar por un futuro donde todos los mexicanos tengan acceso a una vivienda digna. ¡Organicémonos y hagamos valer nuestros derechos!a
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