Para comprender el origen de las ideas es preciso que se conozca antes la realidad de la que surgen. Son las fuerzas económicas, muchas de las veces invisibles a los ojos profanos, las que rigen el movimiento de la historia. Algunos las cubren con el velo de la Providencia, otros aluden al Espíritu o la divinidad.
Con cualquier nombre podemos llamar a estas oscuras fuerzas en apariencia incomprensibles, pero no podemos negar, en última instancia, su existencia y su impacto en el devenir humano. Lo correcto sería nombrar a este movimiento por su nombre: Materialismo Histórico. Así, bajo la lente de la ciencia de la historia y del hombre que, «ve la causa final y la fuerza propulsora de todos los acontecimientos históricos importantes en el desarrollo económico de la sociedad, en las transformaciones del modo de producción y de cambio, en la consiguiente división de la sociedad en distintas clases y en las luchas de estas clases entre sí» (Engels), podemos entender el desarrollo de las ideas, la razón de su existencia y la necesidad de su superación.
El utopismo, abordado en el apartado anterior, estaba destinado a fracasar. Más allá de las bellas ilusiones que forjó, sus propuestas no consideraban las condiciones materiales: históricas y económicas, que determinaban la realidad que los Moro, Rabelais, Swift, Bacon, Erasmo, pretendían transformar.
Sin embargo, el paso dado por estas inteligencias ardientes y humanas fue determinante para sus sucesores. La raíz de los males de la sociedad, tal y como lo habían manifestado los antiguos, se encontraba en la propiedad, en la injusta distribución de la riqueza y, sobre todo, en la inequitativa repartición del trabajo. Hasta ahí llegó su razonamiento que, por otro lado, no podía romper las fronteras que su propia época les trazaba.
Eran los representantes de una clase ascendente que, en su afán de reivindicar sus intereses frente a la aristocracia, hicieron suyas las demandas populares, proclamando la libertad y la igualdad, porque creían en ese mundo, mientras el poder no estuviera en sus manos. Sin embargo, dado que las ideas no pueden correr más rápido que la realidad, siempre condenadas a esperarla en esta carrera interminable, debieron sujetarse a las nuevas condiciones que deparaban los siglos XVIII y XIX antes de abdicar de los viejos principios que les habían otorgado el poder.
La Revolución Industrial trastocó, hasta sus cimientos, a la sociedad occidental. Aceleró la división que todavía el feudalismo había mantenido oculta y desencadenó a dos fuerzas que pugnaban por liberarse desde el siglo XVI, pero que habían quedado sometidas por el cetro y el báculo que, a pesar de la implacable resistencia que opusieron, caerían bañados en sangre bajo el implacable poder de la guillotina, cuyo verdugo, anhelante de venganza, no se cubría esta vez el rostro: era el pueblo, los descamisados, los sans-culottes, que hacían justicia por su propia mano bajo las principios que la burguesía había abanderado durante más de dos siglos.
Estas dos nuevas clases, unificadas en contra de un enemigo común, habían realizado la Gran Revolución; la más impactante transformación histórica que se haya observado jamás. Sin embargo, sus propias contradicciones se revelaron apenas la burguesía se hizo con el poder político. Todas las viejas ideas de los utopistas del siglo XVI y XVII, pero principalmente, las profundas reflexiones de los materialistas franceses, de los grandes ilustradores del siglo XVIII: Rousseau, Diderot, Voltaire, Mably, D´alambert, resultaron un estorbo para sus intereses de clase.
La simpatía que habían mostrado por el pueblo, incluso ideológicamente, era sólo mientras éste sirviera a sus objetivos inmediatos; ahora el enemigo no era la monarquía, era el sucio y despreciable populacho. De la Declaración de Derechos de 1791, que proclamaba que «cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es para el pueblo, o para una parte cualquiera del mismo, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes», pasaron a manifestar, cuatro años después, al ser disuelto el “Terror” jacobino y ejecutados todos los líderes populares, en la nueva constitución, denominada “Constitución del año III”, presentada por Boissy d´Anglas, “el campeón de los nuevos ricos”, que: «Debemos ser gobernados por los mejores hombres; los más apropiados para gobernar son los hombres educados y dotados de una gran preocupación por el mantenimiento del orden. Rara vez se hallará a estos hombres fuera de las filas de los propietarios [...] Un país gobernado por propietarios pertenece al orden social y en cambio un país gobernado por hombres carentes de propiedad revierte a un “estado de naturaleza”».
¿Dónde quedaron los principios de fraternidad e igualdad que ellos mismos proclamaron? ¿Qué fue de las ideas que pretendían acabar con la desigualdad repartiendo la riqueza? Los ilustres Voltaire, Malby, Rousseau, Moro, Rabelais, ¿Qué fue de sus revolucionarias protestas que costaron la cabeza a más de un rey? La burguesía renegó de sus principios, de sus ideas y de su afán revolucionario en el momento en el que dejaron de ser útiles [y se convirtieron en un estorbo]. ¿Significaba ello que fueran falsos? Todo el desarrollo de la ciencia, el estudio de las relaciones humanas, el análisis de los males sociales que habían demostrado se encontraba en la injusta repartición de la riqueza, de la tierra y del trabajo, ¿Era sólo palabrería? No, era la respuesta correcta, la salida lógica de la revolución, pero, a diferencia de algunos años antes, ahora era una verdad incómoda que debía ocultarse, censurarse y perseguirse. Fueron ellos mismos quienes la descubrieron y la proclamaron, pero ya no les servía, había ido demasiado lejos. Saint-Just al sentir el viraje radical de los principios que él mismo había defendido, resumió su época en una frase: “La Révolution est glaceé” (La Revolución se ha congelado).
La “Conspiración de los Iguales”, encabezada por Babeuf, fue el grito de rebeldía de un pueblo traicionado. El Manifiesto de los Iguales, a diferencia de lo que algunos autores plantean, no es el origen del comunismo; tampoco puede entenderse como una proclama producto simplemente de la rabia, del fracaso, o de la desesperación de la miseria. Son las mismas ideas de los ilustrados que había abanderado la burguesía; son esencialmente los anhelos de los utopistas que serían proclamados humanistas por la clase en el poder.
Las ideas que desde la aparición de Babeuf se distinguen como comunistas, nacen de la cabeza de la burguesía pensante, de los filósofos más preclaros y destacados de su época. Son los mismos hombres que hoy llamamos ilustrados, [cuyas ideas]que se enseñan en las universidades, que atiborran las enciclopedias y las bibliotecas. El anhelo de Babebuf no es imponer un mundo de ensueño, es, sencillamente, realizar las ideas de la Ilustración, bajar éstas del cielo a la tierra; su mundo es el presente, el práctico y concreto; él comparte la infelicidad de los trabajadores y quiere remediarla con pan y no con demagogia. Su defensa ante el Directorio es, siguiendo el juicio de algún historiador, comparable a la Apología de Sócrates y suficientemente clara para demostrar la justeza de su lucha y la lamentable vigencia de esta.
«Pero se dirá que son mis ideas las que harían retroceder a la sociedad a la barbarie –dice Babeuf–. Los grandes filósofos del siglo no pensaban así, y yo soy su discípulo. [...] había que acusar a la monarquía de no haberme impedido conseguir los perniciosos libros de los Mably, los Helvecio, los Diderot, los Jean-Jaques (Rousseau). ¡Filántropos de hoy!, si no hubiera sido por el veneno de estos viejos filántropos quizá [...] podría haber sido despiadado hacia el pueblo que sufre». La igualdad que defiende Babeuf, la repartición de la riqueza y del trabajo equitativamente, aquellas ideas que sustentan su “comunismo”, son producto del desarrollo de la ciencia y el pensamiento: «¿Acaso no sabéis que habéis incluido en vuestra acusación como prueba–continúa– un pasaje de Rousseau, escrito en 1758, que yo me limitaba a citar? Rousseau hablaba de “hombres tan detestables como para atreverse a poseer más de lo necesario, mientras otros se morían de hambre”. No vacilo en hacer esta revelación porque no temo comprometer a este nuevo conspirador: se encuentra más allá de la jurisdicción de este tribunal. Y Mably, el popular, el sensible, el humano, ¿no fue un conspirador mucho más destacado? “si seguís la cadena de vuestros vicios –dijo Mably– encontraréis que el primer eslabón está ligado a la desigualdad de la riqueza”. El Manifiesto de los Iguales no va más lejos de Mably y Diderot.»
¿Cuál es la diferencia entre los humanistas e ilustrados, todo cabeza y sensatez, y los precursores del socialismo, como Babeuf y el mismo Robespierre, que pasaron a la historia como “terroristas”? La diferencia es sencilla, unos son ilustrados porque dejaron sus intenciones varadas en el mundo de las ideas, jamás pensaron en llevarlas a la práctica. Los otros son terroristas o, peor aún, comunistas, porque quisieron realizarlas.
Las ideas que dan origen al socialismo, aquellas que encuentran en la injusta repartición de la riqueza y del trabajo la causa de la desigualdad y, por consiguiente, la raíz del vicio, la delincuencia, la miseria, la corrupción, son la síntesis, hasta donde nos encontramos en este estudio, de las ideas más avanzadas y audaces de la historia del pensamiento. Antes de concluir vale la pena, para reafirmar la necesidad de comprender, estudiar y realizar a toda esta pléyade de pensadores, comparar nuestra realidad con aquella que Babeuf lamentaba dejar a sus hijos.
«Pero ¡oh, hijos míos!, tengo sólo un amargo lamento que comunicaros: que, pese a que he anhelado tanto contribuir a dejaros en herencia la libertad, fuente de todo bien, sólo preveo un futuro de esclavitud, y que os dejo presas de todos los males. Ni siquiera querría legaros mis virtudes cívicas, mi profundo odio a la tiranía, mi ardiente entrega a la causa de la igualdad y de la libertad., mi apasionado amor por el pueblo. Os haría un regalo demasiado funesto. ¿Qué harías con esas virtudes? [...] Os dejo esclavos, y éste es el único pensamiento que desgarrará mi alma en sus últimos momentos. Debería en esta situación, aconsejaros sobre la manera de llevar más pacientemente vuestras cadenas, pero no me creo capaz de ello.»
Babeuf caería en la guillotina, pero su predicción y reclamo seguirían vibrando en el espíritu de otros hombres que, algunos años después, continuarían su legado. Estos hombres son los forjadores del socialismo utópico, del que daremos cuenta en la siguiente parte.
0 Comentarios:
Dejar un Comentario