El campo en Chiapas es fértil, es abundante, es noble. Sin embargo, todos sabemos que quienes lo trabajan siguen viviendo en condiciones injustas, heredadas de décadas de abandono. Hoy quiero señalar con claridad los problemas que siguen golpeando a nuestras comunidades rurales.
En primer lugar, persiste la pobreza y los bajos ingresos. El campesino trabaja de sol a sol, pero los precios no cubren el costo de producción. Los intermediarios se quedan con la ganancia y el productor recibe lo mínimo. Así es imposible que una familia campesina pueda vivir bien.
Igualmente grave es la falta de infraestructura rural. Muchas comunidades carecen de caminos adecuados, de sistemas de riego, de centros de acopio o transporte digno. Sin infraestructura no hay desarrollo posible y la cosecha se pierde antes de llegar al mercado.

También enfrentamos problemas de comercialización: precios injustos, “coyotes”, falta de acceso a mercados nacionales o internacionales, por la competencia desleal entre grandes y pequeños productores, es decir el campo produce, pero otros son los que ganan.
A estos problemas internos se suma uno que afecta directamente al país: nuestra dependencia económica con Estados Unidos. El campo mexicano, y particularmente el chiapaneco, está atado a acuerdos comerciales que no favorecen al pequeño productor. Por eso, miles de campesinos han exigido con razón que los granos básicos sean exentados del T-MEC, porque la competencia desigual con los productores estadounidenses —que reciben subsidios millonarios— destruye nuestra soberanía alimentaria y hunde al campesino mexicano en una competencia imposible.
Históricamente, las políticas públicas del país se han inclinado a favorecer a la pequeña burguesía agrícola. Durante años, los subsidios, créditos y apoyos se concentraron en medianos y grandes productores, mientras el campesino pobre recibía migajas o simplemente nada. Esa desigualdad profundizó la pobreza y el atraso en las comunidades.

Y con la llegada de la llamada Cuarta Transformación, aunque cambiaron las formas, no cambiaron los resultados. Se sustituyeron los créditos productivos y los subsidios a la producción por programas de transferencia monetaria, que si bien alivian la necesidad momentánea, no transforman el campo, no aumentan la productividad y sirven más como plataforma electoral que como política de desarrollo. En la práctica, estas medidas han dado continuidad al mismo esquema neoliberal: mantener al pueblo con apoyos mínimos, pero sin cambiar las estructuras que generan la pobreza.
A esto se suman los conflictos agrarios, el rezago tecnológico, el impacto del cambio climático y la falta de políticas integrales que impulsen el desarrollo rural. Todo ello mantiene al campo chiapaneco en una vulnerabilidad permanente.
Decir estas verdades no es criticar por criticar, es defender al campesino. Es exigir que el campo sea tratado con justicia, con inversión, con políticas serias, con infraestructura y con precios de garantía reales. Es denunciar que no queremos más programas que administran la pobreza; queremos políticas que la eliminen.

Hoy levantamos la voz para exigir soberanía alimentaria, inversión real, mercados justos y un nuevo modelo que coloque al campesino —al obrero de la tierra— en el centro de las decisiones nacionales.
Y finalmente, compañeras y compañeros, queremos decir algo con claridad: es probable que nuestra opinión como organización sea cuestionada por algunos, pero nuestra estancia junto a las masas campesinas y populares por más de medio siglo nos da la autoridad moral y política para expresar con firmeza nuestra postura ante la realidad mexicana. Hablamos desde la experiencia, desde la lucha y desde la convivencia diaria con quienes sostienen este país con su trabajo.
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